Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

sábado, 1 de junio de 2024

"El cazador del arco iris" por entregas, en fascículos digitales. Nº 0

 

                                     Disponible en Amazon

 

 Mi libro El cazador del Arco Iris  (Amazon 2016) tiene 90 apartados, aquí en mi página de POESíA PALMERIANA literatura (con poesía y otras noticias de libros). Debido al éxito de estos relatos en estilo de realismo mágico, voy a publicar por entregas todo el libro de 465 páginas. Autor Ramón Fernández Palmeral. Soy un fans de Gabriel García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Casares, pero sobre todo de Juan Rulfo.


Primera entrega por fascículos

 0/  CUANDO DESPERTÉ ME ENCONTRÉ EN ACEBUMEYA, MI ALDEA DE NACIMIENTO, AHORA RECONSTRUIDA.  No sé por qué medios he regresado del más allá,  he vuelto a oler a pinos, a romeros, a tomillos, a conejos dormidos,  a corrales y a cabras; y a oír la música del viento y del arroyo cantarín alegre, y de fondo el piar de los pájaros silvestres. Es que, algo…, no sé qué, me ha hecho resurgir, resucitar del valle de las sombras de la muerte por un encantamiento o un hechizo triunfante o tal vez, quien dice, si no soy la proyección de un sueño de otro que a su vez sueña conmigo o sobre mí. Soy un espíritu o sombra que se mueve, sólo eso, una sombra sin cuerpo, o es que, quizás, estoy en el cuerpo de algún familiar que a su vez es un soñador despiadado y empedernido.   

Tengo la inequívoca certeza de que he vuelto a ejercitar la memoria de mis recuerdos pasados, recuerdos en blanco y negro de un tiempo oscuro, y volver  a ser de nuevo aquel buscador de sueños, de pájaros en la cabeza y de grandes ilusiones irrealizables, aquel  cazador del arco iris que deseé ser en la  abrupta y bella Sierra de Almijara en mi juventud de pastor de cabras,  con la exagerada imaginación de creerme ser más importante de lo que yo era o confundir a los gorriones con los halcones o a las moscas con los vencejos o golondrinas de la primavera, quizás, llevado siempre por un optimismo dramatizado o un poco exagerado. Posiblemente Acebumeya sea un lugar de energía excepcional que puede hacer retornar a los espectros errantes como un imán espiritual. Puedo recordar que el arco iris sobre Cerro Lucero tenía algo de esta energía excepcional: electromagnética y celestial, cual Monte Olimpo.

       Veo a la gente pero ellos no me ven a mí. ¿Acaso soy un fantasma?  Estoy en mi aldea de nacimiento, en Acebumeya en pleno Parque Natural de la Sierra de Almijara (Málaga) a la falda del Cerro Verde, que tiene forma triangular a modo de pirámide natural. Es imposible describir tanta belleza. Situada cinco o seis kilómetros al norte de Frigiliana. Ahora la veo reconstruida. Al final de carril se alza una capilla nueva y grande a la advocación de San Antonio. La antigua ermita era pequeña como un horno de pan y estaba en la placeta, hoy, en su lugar construyeron otra nueva como una caseta donde hay un cuadro de un  San Onofre del pintor Ramón F.; es decir, que me encuentro con dos lugares de devoción: Una capilla y una ermita, y eso que aquí, actualmente, no hay más de cincuenta casas reconstruidas, cuyos propietarios no viven aquí como residentes, sino  como transeúntes o turistas,  e incluso el Zumbo, el dueño del bar restaurante alquila casas rurales.  Recuerdo que,  de ordinario, la vida se hacía en la puerta de las casas, en el rellano, debido a que las casas eran pequeñas y no cabíamos todos dentro ni había comodidad alguna. En el descansillo de las puertas, que  siempre estaban abiertas, se comía y se trabajaba haciendo sogas o tomizas de esparto, esparteñas, serones o pleita de palma, siempre había algo que hacer, y si llovía nos metíamos en las casas a jugar a las cartas, por lo general: al tute, a la brisca o al cinquillo. Este era un lugar parecido a la felicidad.

 

       Existen documentos sobre esta aldea de mediados del siglo XVI. Fue una aldea morisca junto a un arroyo que llaman del Acebuche o Acebuchal. Mi aldea se encuentra encajonada en el fondo de un agudo valle en “V”. Al sur cardinal, en frente,  se alza inexpugnable  la mole verde del cerro de El Fuerte  donde se libró la célebre batalla de Frigiliana en 1569 entre moriscos y los cristianos reconquistadores. Una vez subí arriba donde existe una explanación amplia, y daba la sensación de la existencia de una muralla cuadrada de piedras sueltas de unos cien metros de lado, y abundaban cacharros rotos de cerámica vidriada. Debajo, mirando al sur existe una gran oquedad, es el Tajo Colorao.  Luego tras dos siglos de tinieblas desapareció del mapa de Málaga, nada de ella se supo, se despobló completamente, no fue hasta los siglos  XIX y XX  cuando que se repobló por gente de Cómpeta, Frigiliana y Torrox. Fue luego una cortijada cristiana de repobladores, más bonita que una mariposa sobre el romero, ella era... como diría... el Meridiano Cero, el Polo Norte del Mundo, inexistente en los mapas de la  Axarquía malacitana (procede del árabe šarqíyya, que significa "parte oriental" o "región oriental"), un punto energético, mi "ombligocentro" del mundo, mi Arcadia.

        Su situación geográfica era cruce de caminos entre Frigiliana, Torrox y Cómpeta para ir a Granada, por la conocida Ruta de la Miel, un abrupto camino o vereda de arrieros o de herradura por la cornisa de la Sierra de Almijara hasta llegar al límite con los pueblos de Granada como Játar o Jayena. Aquí se refugiaron moriscos, y luego republicanos durante la toma de Málaga por Franco en febrero de 1937,  que no quisieron pasar bajo el fuego de los barcos Cervera y Canarias por la bombardeada carretera dirección Este desde Málaga a Almería (205 kilómetros de muerte), se calcula que hubo entre tres mil y cinco mil muertos por los bombardeos desde la costa contra la población civil que huía, así como por la aviación italiana y alemana a las órdenes de Franco. La estampa de muerte coincide con los símbolos del Guernica de Pablo Ruiz Picasso, pintor natural de Málaga nacido en 1881, en la plaza de la Merced.

       Natalio Gómez de Encinas, que había perdido a toda su familia, mujer y tres hijos al pasar por la carretera, en la zona de los Peñoncillos de Torrox, subió a la aldea de Acebumeya por el camino de los arrieros hasta la higuera de Evaristo, el Feo, donde lo encontraron unas mujeres que iban a lavar la ropa. Lo socorrieron como buenas samaritanas y en Acebumeya se quedó más de dos meses, como refugiado de la guerra hasta que un día se fue medio loco.

  Después de la guerra civil estas intrincadas Sierras de Almijara fueron refugio de maquis, huidos por diferentes delitos y refugiados republicanos que no quisieron o no pudieron tomar el camino de escape de Almería hacia el Levante republicano o para embarcar hacia Orán. Una sierra de dolor y sufrimiento.  Sobre todo a partir del verano de 1946 cuando se formó la Agrupación guerrillera de el “Roberto”. Hubo un cuartel de la Guardia Civil en lo alto de Cerro Lucero (1.779 metros) para vigilancia del paso de maquis o guerrilleros antifranquistas o “gente de la sierra”, según del lado en que se mire, puesto que, tanto la Guardia Civil, los Regulares y la población sufrieron múltiples bajas.

         Sin embargo, para lloro de la historia del lugar y de mi alma peregrina, Acebumeya fue despoblada en 1948 o mejor diría que en tiempo de los maquis (voz corsa que significa, además de monte o maleza, echarse al monte a vivir a salto de matas) la Guardia Civil obligó a sus habitantes a abandonar sus casas, por ser sospechosos de colaborar y alimentar a los maquis que en esta sierra se refugiaron durante unos seis años de terror.   Años después volvieron un par de familias a cultivar los ricos y fructíferos bancales, hasta que en 1965 se quedó totalmente abandonada.  Y, poco a poco, las paredes de unas 50 casas se vinieron abajo, y, detrás de ellas los techos hasta quedar todo hecho un escombro como si hubieran recibido el impacto de una bomba atómica. Ya no se escuchan los cenceros de las cabras ni el abatir de los cascos de las acémilas sobre su única calle empedrada.  Y no fue hasta el año 2003 cuando los hijos de los antiguos vecinos iniciaron su reconstrucción que, ahora, en esta reencarnación mía o invocación insólita desde el más allá, observo y contemplo con gran alegría para mis sentidos y mi ánimo que sus casas están arreglas y encaladas como antaño: resucitadas. Es decir, que la Acebumeya de hoy está levantada sobre los paredones que quedaron tras su destrucción por el abandono de sus moradores y la dentadura del tiempo, y ahora se ha convertido en un atractivo lugar de turístico-rural que incluso tiene bar con restaurante. La Historia de la Acebuchal  la escribí antes de morirme, hecho que sucedió en el 9 de agosto de 2004 por un infarto cerebral y, dicen, cosa rara, que esta historia anda escrita por Internet, como aquella primera parte del Quijote que andaba en libros.  Hoy es el 21 de mayo de 2013.

 

        Remontándome al pasado de mi infancia y juventud, recuerdo  que mis antiguos convecinos  eran muy religiosos, todo se arreglaba con la frase cristiana y conformista de “si Dios quiere” (una frase hecha para no luchar). Todas las tardes, después de cenar un puchero con bacalao acompañado con algunos pimientos verdes crudos, que son afrodisíacos, se rezaba el Santo Rosario para poder sacar del Purgatorio a alguna de las almas peregrinas, perdidas en  la subida a las puertas de los Cielos (por el alma de algún pariente fallecido que no parecía muy evidente que subiera directamente a los Cielos por sí sola), y darle paz eterna a la Derecha del Padre que según la fábula del viejo cárabo del algarrobo de Acebumeya, las puertas del Cielo estaban por Cerro Lucero y se abrían cuando aparecía un arco iris. Pero esto era una leyenda nada más. A Cerro Lucero y a Cerro del Cielo le faltaba un centenar de metros para alcanzar los dos mil metros de altitud, y, por supuesto una Bula Papal que nunca llegó por falta de recursos y de un abogado postulante en Roma. La vida era tan desheredada que irremediablemente había que encomendarse a Dios y a los santos para poder obtener su gracia y bendición, y sobrevivir al azar de un destino incierto. Eran los años veinte. Es que aquí, la gente tenía la creencia de que los muertos seguían estando presentes, en forma de fantasmas o como espectros invisibles (aunque algunas veces se hacían visibles)  porque cuando menos te lo esperabas se te podía presentar alguno, hablarte y darte el susto. Sin saber cómo, dentro de la antigua y pequeña ermita  cual horno de pan se encendían, solas, algunas mariposas de aceite,  y así se sabía o comprendíamos que los espíritus querían hacerse presentes o avisarnos de algún mal augurio o desastre natural, como sucedió con lo del terremoto de 1884 con víctimas en Alhama, que días antes estuvieron encendiéndose velas y mariposas de aceite, solas, sin parar. También se encendieron en el terremoto de Frigiliana de 1922.

   Después de rezar se jugaba al tute y, luego, los padres  subían  a la alcoba que, estaba por lo general, en la cámara de arriba  a seguir repoblando la aldea: a fabricar niños. Los niños varones dormíamos todos juntos sobre un colchón de palmitos secos, y las niñas todas ellas juntas en otra habitación, y por las noches nos preguntábamos por qué la cama de hierro de los padres hacía tanto ruido. Pero nadie se atrevía a subir por la estrecha escalerilla hacia la cámara para engrasar el somier.

       Cuando los hombres salían licenciados del servicio militar era el tiempo de casarse e independizarse, eran los tiempos de la emancipación de los hijos varones, y por ende la de las mocitas casaderas. Yo me casé en el verano de 1946, recién ingresado en la Guardia Civil, después de haber hecho seis años de servicio militar con los Nacionales, desde  finales de 1938  hasta que acabó la Segunda Guerra Mundial que fue cuando  licenciaron a los de  mi quinta.

        Las casas en la ladera de Acebumeya eran unas 50, pequeñas construcciones de adobe, que se componían de planta baja donde estaba el comedor y la cocina, espacio que a la vez se convertía por la noche en dormitorio, y en el primer piso estaba la llamada cámara que lo mismo servía para poner una  cama como para almacenar cebollas, ristras de ajos, patatas o mazorcas de maíz, según la época.  La cocina era un poyete en el comedor donde ardía la leña y las cepas secas de la vid, bajo una chimenea o “chupahumos”, en las ascuas se ponían las estrébede o trébedes de hierro y encima de ellas la olla. Al lado estaban los cacharos de aluminio colgados en la pared, la cantarera con dos cántaros grandes de agua y un botijo, esto era todo el hogar, aquí, en mis tiempos de juventud nunca llegaron ni la electricidad, ni el teléfono. La luz interior era producida por candiles de hierro negro que usaban como combustible aceite de oliva usado con una torcida de algodón o un trozo de tela, antes de que llegaran los candiles de petróleo o el camping gas. La luz era de un pobre amarillo casi lastimero.

        Había dos tabernas a las que llamábamos ventas donde vendían aguardiente, vino del terreno, tabaco y alguna longaniza más seca que las suelas de unas albarcas –que es como se dice aquí y no abarcas– y comprar pan.  De vez en cuando, aparecían algunos cazadores forasteros, y como éstos pagaban al contado les ponía algunas tapas de choto frito, o algunas arencas que brillaban como el cobre pulido con pan y aceite, envueltas en un papel de estraza eran un manjar, yo nunca me pude pagar una arenca. Nosotros, los críos nos quedábamos mirando al comensal, y esperábamos si alguno dejaba algo en el plato de loza, no por necesidad ya que comíamos en casa, sino por probar cosas nuevas y exóticas.  Los arrieros compraban fiado y a la vuelta de sus viajes era cuando pagaban. No había nada de nada, por ello, los vecinos nos ayudábamos en todo lo que podíamos. 

         Recuerdo como si fuera hoy mismo que en aquel cielo cobalto fondeaba siempre una pareja de águilas reales que cuando volaban bajo para robar algún chivo, su sombra temerosa, pasaba como una flecha invicta, ilesa, sobrecogedora, sobre los corrales,  y es que,   además de la pareja de águilas, había grajos en El Fuerte (cota 950 m. de altitud), y cerca de la alberca de Casimiro, vivía un viejo cárabo en el hueco de un jubilado algarrobo centenario de tronco torturado. El cárabo era un ave rapaz nocturna muy vieja,  más grande que un búho real, de plumaje rojizo y de cara achatada como si se la hubieran hundido con un golpe de pala. Y por muy extraño que os parezca, hijos míos, era tan viejo que había aprendido a hablar con voz de guacamayo, para quejarse de lo mal que tenía la vista y que le trajeran al algarrobo algún roedor. Fue este viejo cárabo quien contó a los ancianos de Acebumeya el secreto del arco iris sobre Cerro Lucero (cota 1.779 m. de altitud).

   Si al oscurecer la tarde, algunas parejas de novios se alejaban por la vereda del algarrobo, el cárabo les interrogaba ¡qué!, ¿adónde vais, litris, licenciosos? Niño litri era como decir golfo y vicioso.  Contaban algunos ancianos que le habían oído razonar como una persona, y que  contó algunas fábulas muy educadoras y reflexivas, que hemos olvidado para siempre.  Existía en Acebumeya un manantial que salía de entre las rocas de mármol con el agua más fría y pura del mundo ecuóreo, y  tan transparente como la inocencia de mis vecinos o como el mejor de los regalos posibles.

        Decían los viejos que junto a la fuente-manantial apareció inexplicablemente una sirena de tamaño humano, otros dijeron que era como un delfín, por eso al principio le llamaban la Fuente de la Sirena. Alguien dejó preñada a la sirena y nadie sabía ni cómo ni por dónde. Luego la sirena se marchó con el embarazo, y nada más se supo de ella, aunque el mar de Nerja está a unos 15 kilómetros al sur, por allí estará su hijo nadando y dando coletazos como un ballenato. 

En Acebumeya había una aguja de reloj de sol que indicaba a las abejas el camino hacia las flores abiertas y deseosas de libaciones angelicales, aquí abundaban romeros, tomillos, lavanda, abulagas de bellas flores de amarillo cadmio y demás flora propia del Mediterráneo, como adelfas, cantuesos o esparto.  Lo peor que llevábamos eran las malditas y hambrientas moscas en el calor del verano y las más agresivas eran las verdes de las cuadras, también abundaban las avispas y los abejorros  negros zumbones. Y qué decir de las ensordecedoras chicharras, había una o dos  en cada pino, en cada olivo, en cada higuera, en cada granado, en cada almencino o en cada algarrobo. Cuando te acercabas a los árboles se callaban como criadas sorprendidas, luego cuando notaban que te habías ido volvían a chismorrear descaradamente. Por la noche, cuando la luna galopaba por los lomos de la sierra, y cuando las chicharras se callaban aparecían los grillos con su kri, kri, kri, kri…, como si mandaran callar  el croar de alguna rana en la alberca comunal de riegos de los bancales, de vez en cuando ladraba algún perro o se escucha el llorar de algún bebé.

   En los años de mi nacimiento en 1920 mi aldea tenía abancalada toda la vaguada a la solana, los balates de piedra suelta se iban reconstruyendo constantemente, sobre todo después de alguna tormenta, pues tenía escalones laterales para subir de unos a otros.  En la aldea de Acebumeya nací y reventé mi infancia y juventud trabajando con mi padre, hasta que llegó la maldita guerra civil y me liberé de sus delirantes celos de padre-patrón. Me liberé de la autoridad dictatorial de mi padre, pero con dieciocho años caí bajo la autoridad militar de los nacionales, porque me llamaron a filas para hacer el servicio militar, pues ya hacía casi dos años que Franco había tomado Málaga. En aquellos tiempos si no acatabas su autoridad ya sabías lo que te pasaba la cárcel o el paredón.  Para celebrar que mis quintos nos íbamos al servicio militar a finales de 1938, organizamos Plácido Martínez, Darío Platero y yo un arroz caldoso con unos gallos de corral, que tras los vinos acabamos en fiesta y baile al  son de la guitarra. Lo pasamos muy bien.

 Los primeros rayos de sol no llegaban a Acebumeya hasta por lo menos las doce de la mañana en invierno, porque estaba situada en lo hondo de un barranco rodeada y encajonada entre los altos cerros como El Fuerte y Cerro Verde con pinos carrascos (pinus halepensis), tejos, encinas, matorral, bojales, acebuchones…, pues antiguamente entre leñadores y carboneros tenían la sierra esquilmada, puesto que la leña era el combustible de los hogares y también para alimentar las calderas del Ingenio de Azúcar de Frigiliana de La Torre que  consumían madera.  Los de La Torre habían comprado  unas 2.500 hectáreas de la Sierra de Almijara en los años 30 al Conde de Frigiliana (Fernán Núñez que la vendió para casar a un hijo en París, pero no los títulos). El I conde se Frigiliana fue don Íñigo Manrique de Lara le sería concedido por un privilegio de Felipe IV el 31 de marzo de 1630 que era  un biznieto homónimo del Señor de Frigiliana Iñigo Manrique de Lara, de donde era alcaide de Málaga en 1608. Se casó con Margarita de Menezes Sousa, hija del Gobernador del Brasil y tuvieron cinco hijos. II conde de Frigiliana fue Rodrigo Manuel Manrique de Lara (1638-1717), un militar y hombre de estado español. El Rey Felipe V  le había nombrado gobernador del Consejo de Indias y ejerció este cargo hasta su muerte.

       Porque, aunque no lo creáis, hijos míos,  estas tierras fueron condado. Como la Sierra de Almijara era propiedad de los condes, para todas las labores forestal o de caza había que obtener permisos y autorizaciones, y para vigilar y hacer que se cumpliera había varios guardas y la Guardia Civil.

      En Acebumeya hubo varias maestras: Doña Emilia, Doña Dolores, Doña Ana y Doña Cristina. Hubo escuela en una casa que dejó Baldomero el pedáneo apodado el Obispo al Ayuntamiento de Cómpeta. Luego en la II República vino otra maestra, que estuvo hasta finalizar la guerra.

 Hoy, el 21 de mayo de 2013, observo que mi aldea de Acebumeya ha resurgido de sus cenizas como el ave Fénix. La única y empinada calle sigue empedrada con los antiguos cantos rodados como dados de un juego de azar en tiempos de cólera. Las paredes de los caserones en ruinas en el laberinto de la nada han vuelto a reconstruirse siguiendo la antigua arquitectura rural del lugar. Hay un bar restaurante con una terraza, y al final del carril se ha construido una capilla. Si años atrás hubierais visitado su cadáver en la ingle del valle, en lo hondo del barranco del mismo nombre, solamente habríais percibido el silencio de los anquilosados muros desvencijados, las piedras sin memoria, las vigas caídas de madera fagocitadas que guardan el equilibrio de una manipulada soledad, las hierbas y los matagallos ocupando los rincones, las viejas chimeneas colgadas, una repisa rota, los cañizos descosidos, las pencas habían crecido sin control, el contrafuerte de piedra estaba  desconchado –el que aguantaba la casa que fue de Baldomero, el de la Enciclopedia–, justo al lado, se abría la plazoleta en la única calle que fue victoriosa encrucijada de tres caminos confluyentes.

He notado un renovar de piedras,  Aurelio Torres, el Obispo, hijo de  un antiguo  amigo y vecino Baldomero Torres, (a) Obispo, y Concha Sánchez, hija de Paco Sánchez ha reconstruido su casa que fue nuestra antigua escuela. Los hijos de mi hermano Antonio, el de los Corrales, han reconstruido la casa del mismo nombre que fuera de mi padre. Primitiva y Dolorcitas han reconstruido la casa que fuera de mi suegro. Otros propietarios han hecho lo mismo.  

         No existía cementerio para llorar la ausencia de los que se fueron con prisa, siempre en el estribo porque a los muertos se los llevaban a Cómpeta, Frigiliana o Torrox, según el deseo de sus familiares. Bien, se subía el ataúd en un mulo o se le llevaba a hombros por turnos. Al recordar aquellos tiempos  mágicos para mí, ­–de otro mundo pretérito, el pasado existe pero nunca el futuro– y abominable para otros, me invade una insoportable tristeza que me llena de disimuladas lágrimas líquidas nacaradas, aquí  nacieron y murieron mis  padres, mis abuelos y bisabuelos, e inolvidables vecinos, cuyas vidas quiero recordar.  Ahora, tras mi renacimiento o reencarnación invisible, se le llame como quiera, tengo la facultad omnisciente de poder entrar en el recuerdo y volver a oír las conversaciones y hasta los pensamientos de mis vecinos, y sus historias, que con sumo placer voy a contaros, donde casas, árboles, rocas y arroyos míos, pueden ser narradores ocasionales como en las fabulas.  Generaciones enteras nacieron, vivieron y trabajaron de sol a sol en estos laboriosos bancales y corrales, hubo un glorioso tiempo en que tuvo más de 50 casas y cerca de 200 vecinos,  una escuela,  manantial o fuente, alberca y muchos bancales.  Aquí  confluían tres caminos para iniciar la empinada y fatigosa senda de arrieros que unía la costa de la Axarquía con la rica vega de Granada a través del temible Puerto Blanquillo, de Las Angustias o Puerto de Frigiliana. ¡Malahaya sea!... tanto trabajo y sacrificio entregado a desaparecer de los mapas del recuerdo y de la memoria. Me propongo recordar aquella visita que en junio de 1995 hice aquí junto a toda mi familia.  

         ¿Cuándo fundaron Acebumeya? No se sabe exactamente cuándo,  posiblemente en época morisca. Aunque una fecha inolvidable fue la del 11 de junio de 1569, la de la guerra del Peñón de Frigiliana y El Fuerte. Aunque no quiero cansaros por ahora con este trágico episodio histórico. Aunque la época de su mayor esplendor ocurrió a mediados del S. XIX a primera mitad del XX. La familia más extensa que tuvo fue la nuestra, la de Los Simontes (Simones nos llamaban otros) por un hecho muy curioso que os contaré.  Además de nuestra familia, convivieron los Gurrina, los Federo, los Obispos, los Matuteros, los Botanas y los Wenceslá y otras y muchos peones temporeros, arrieros, calero y resineros que pasaron por aquí.

En aquellos años los niños pasábamos mucho frío porque la moda era la de ir con pantalones cortos y las piernas al aire, teníamos las rodillas llenas de mataduras y arañazos. La mortalidad infantil era muy elevada por las pulmonías-

Nota.-

"Acebumeya" en el nombre que le doy a mi Arcadia en la memoria, es el El Acebuchal de Competa, cofre de mi recuerdos de .

Autor Ramón Fernández Palmeral, se publicó en el libro de narrativa "El cazador del arco iris". Amazon 2016

miércoles, 29 de mayo de 2024

Virgen del Pino, en la ermita del pago del Comendaor de Frigiliana, pintado por Ramón Palmeral

Virgen del Pino en la Ermita del Cortijo del Pino (Frigiliana) 2003
Virgen del Pino y del Mayarín. De fondo en el cuadro, a la derecha  se ve el histórico cerro de El Fuerte.
/de Ramón Fdez. "Palmeral" 2003
        Este cuadro de La Virgen del Pino es de Ramón "Palmeral" fue bendecido por el cura en la Misa de San Juan de 28 de junio de 2003 , y se encuentra en la capilla de la ermita de la cortijada de el Pino (el pago del Comendaor- Frigiliana)

                                  Aurelio Torres, "el Obispo", lo colgó en el 28 de junio de 2003 

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sábado, 4 de mayo de 2024

Alimajara; caminos y gentes. Tesoro cotidiano, por Parló V. Oyonate. De Frigiliana a la Sierra de Játar

 

El tesoro cotidiano


 
 Lo tenemos tan a mano que, quizá por ello, obviamos a menudo su incalculable valor.

Un pastor auténtico


 
 Puede que José sea el último pastor que vive como se hacía en los tiempos de nuestros bisabuelos. Renunció a todo, siendo un muchacho, para dedicarse en cuerpo y alma a sus animales. La suya es una historia que merece la pena conocer.

De Frigiliana a la sierra de Játar: una familia de cabreros trashumantes



 Bautista decía que él era cabrero y no pastor, porque -"ya se sabe, no es lo mismo"- los pastores guardan ovejas, los vaqueros, vacas, y los cabreros como él y su familia, guardan cabras.

Manuel, un resinero por tradición



 Dicen que de casta le viene al galgo. Manuel heredó el oficio -la tercera generación de resineros, tras su padre y su abuelo- antes de ser capaz de decidir por sí mismo.

'Un sitio con piedras, chorreras y tíos muertos'



 Aquellos chicos no imaginaban que una de sus travesuras cambiaría para siempre la historia de su comarca; ha pasado más de medio siglo y la aventura que ellos iniciaron, continúa.

"El Honor Es Mi Divisa". Un día para recordar (Epílogo)



 El feliz epílogo a dos historias que coincidieron una vez, en tiempo y lugar, y que el rodar de los años hizo caminar por senderos distintos.

"El Honor Es Mi Divisa". Detrás de cada hombre… (y II)

  La vida cotidiana -la luces y las sombras, lo sabido y lo ignorado- de la esposa de un guardia civil del cuartel de La Resinera, en la España del general Franco.

"El Honor Es Mi Divisa": Recuerdos de un guardia civil (I parte)

 José Antonio, militar en tiempos de Franco, describe cómo era la vida de un guardia civil dentro de la antigua Casa Cuartel de La Resinera de Fornes.

Un largo viaje: de Prados de Lopera a Huerto Alegre

 

 Muchos hemos estado allí alguna vez, con nuestros niños; pero quizá pocos conocemos los pormenores de ese "viaje". Y es que algunas casas, como las personas, también guardan una pequeña -o gran- historia tras de sí. 

Caminando sin dejar rastro

 Reflexiones sobre nuestro compromiso individual con la defensa activa de los espacios naturales protegidos.

La vida sencilla de Thea

 
 
 Tras recorrer medio mundo, Thea y su marido David decidieron quedarse a vivir para siempre en un pueblecito de la sierra almijareña.

Estampa de Frigiliana en el arte digital, por Ramón Palmeral

 






La vida sencilla de Thea Braam y David Baird en Frigiliana

 

La vida sencilla de Thea

 
 
 Tras recorrer medio mundo, Thea y su marido David decidieron quedarse a vivir para siempre en un pueblecito de la sierra almijareña.
 
 A Thea le gusta mucho su casa de Frigiliana, pero su rincón preferido es, desde luego, la terraza. Se trata de un alegre mirador sombreado con cañizo y bordeado de macetas, abierto a un hermoso paisaje de montañas, campos de cultivo, casas blancas y al fondo, no muy lejos, el mar Mediterráneo. Gracias al suave microclima de la Axarquía, durante todo el año se está bien allí. Cuando dispone de tiempo libre, Thea disfruta sentándose en uno de los sillones con un libro entre las manos -casi siempre en compañía de Shiva, el gato errante que un buen día decidió quedarse a vivir en su casa-, aunque reconoce que a menudo la distrae de su lectura la belleza del paisaje que la rodea. Entonces deja el libro sobre la mesa, se quita las gafas y deja vagar su mirada más allá del murete de ladrillo, mientras su espíritu se pierde en aquellas vistas casi infinitas.
 
 
 Ese panorama, aunque muy familiar para ella al cabo de tantos años, no deja nunca de sorprenderla. Como persona nacida en el norte de Europa, Thea aprecia enormemente las cálidas temperaturas, pero sobre todo le gusta la increíble calidad de la luz, blanca y brillante, que lo inunda todo al margen de la estación de año, pues en su pueblo casi siempre brilla el sol. El típico aire andaluz que se respira en Frigiliana, cuyas calles empedradas y casas encaladas con esmero representan la Andalucía más auténtica, es lo que a ella y a su marido les enamoró hace ya casi cuarenta años. Un momento… ¿casi cuarenta años? No, hace más tiempo… sí, ahora recuerda:  se mudaron allí en el año 1971. Apenas sin darse cuenta, ahora ambos se sienten parte de Frigiliana, más de allí que de ningún otro lugar; el pueblo donde todos los vecinos los conocen y ellos conocen a casi todos. ¡Pues sí que ha pasado tiempo, quién lo diría…! Tanto, que ya no se imagina viviendo en otro sitio.
 
 Theodora Wilhelmina Maria Braam y su marido, el periodista y escritor británico David Baird descubrieron Frigiliana casi por casualidad, durante unas vacaciones. Thea es, como ella dice,  de origen neerlandés -es decir, originaria de los Países Bajos- y de su niñez recuerda sobre todo los llanos y verdes paisajes de su país natal, los cielos grises, el ambiente húmedo y las acogedoras casas de madera. Pero también le viene a la mente, casi sin quererlo, el recuerdo terrible de la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial , que durante cinco dolorosos años -de 1940 a 1945- sumió a sus habitantes en la desolación más absoluta. Thea rememora como si fuese ayer el sonido de los aviones bombarderos sobrevolando su ciudad, y el paso de los camiones y las tropas invasoras marchando en perfecta formación por delante de su ventana, mientras los soldados alemanes entonaban triunfantes himnos militares. Recuerda también cómo se escondían todos donde podían, temblando de miedo y a toda prisa, allí donde eran sorprendidos cuando sonaban las alarmas antiaéreas y las bombas  empezaban a caer del cielo arrasándolo todo al paso, incluso su propia casa, de la que sólo quedaron unas ruinas humeantes…
 
                     
La casa familiar, donde Thea vivía con sus padres y hermanos, quedó reducida a
escombros tras el paso de los bombarderos. Archivo de David y Thea Baird
 
 Afortunadamente, la contienda terminó y con el tiempo Europa volvió a la normalidad.  Thea se hizo mayor y estudió Magisterio, pues la muchacha tenía una habilidad especial para el trato con los niños. Durante un tiempo trabajó como maestra en su ciudad, pero pronto le surgió una oportunidad de volar lejos y ella, deseosa de conocer otros lugares, decidió aceptar ese reto. En el año 1961, cuando contaba veintiséis años, dejaba su país -aún no imaginaba que se marchaba para siempre- para irse a trabajar como maestra a Canadá, al otro lado del mundo. Allí conoció la grandiosidad y belleza de los paisajes canadienses, la nieve y el frío de verdad, pero también el sol radiante y el cielo alto y profundamente azul; allí aprendió que las distancias podían ser muy largas -tanto como para tener que hacer treinta kilómetros en coche si quería ir a tomar un simple café- y que los paisajes no solo eran llanos y verdes como los de su tierra natal, sino también increíblemente altos y escarpados, con montañas eternamente cubiertas de nieve. Pero sobre todo, allí fue donde, en el año 1962, Thea conoció a David.
 
 David Baird era por aquel entonces un joven periodista británico que trabajaba para un periódico de Ottawa. Durante un tiempo los dos amigos residieron en la misma ciudad, pero el intenso afán que ambos sentían por recorrer el mundo y conocer otros lugares les llevó, en los años siguientes, a viajar por separado, dados los intereses de cada uno en aquel momento. Mientras David aprendía español en México, Thea trabajó en California; cuando David marchó a París para estudiar francés, ella decidió hacer lo mismo y allí volvieron a coincidir los dos. Al poco tiempo decidieron marcharse a Inglaterra, ya juntos y resueltos a no separarse más, y un nublado día de noviembre de 1964 se casaron.
 
Thea y David estaban acostumbrados a viajar en barco largas distancias. Archivo de David y Thea Baird
 
 Vivieron unos meses en Manchester, pero allí no eran felices. No conseguían acostumbrarse al clima húmedo y al ambiente gris de esa ciudad, así que aprovechando que David tenía una hermana residente en Australia, tomaron un barco que los llevó, atravesando de nuevo medio mundo, a la soleada y alegre ciudad  de Sidney. Allí se instalaron durante dos años, en los que disfrutaron plenamente de aquel lugar, tan distinto, tras los cuales -y ya puestos a seguir cambiando- se animaron a probar suerte en el Lejano Oriente. Encontraron trabajo en la antigua colonia inglesa de Hong Kong, donde permanecieron otros tres años. Fue entonces,  aprovechando unas largas vacaciones de invierno, cuando decidieron viajar al sur de España y explorar un pequeño y bonito pueblo andaluz del que habían oído hablar muy bien. Thea y David tomaron el barco una vez más para dirigirse hacia el que sería su destino final, si bien ellos aún ni lo imaginaban.
 
 El ocho de diciembre de 1966 atracaron en el puerto de Málaga y desde allí viajaron en   autobús al entonces sencillo pueblecito de pescadores de Nerja.  Aquel fue un amor a primera vista, pues todo lo que vieron les enamoró al instante: la intensidad y blancura de la luz, el azul del mar, las suaves temperaturas en pleno invierno, el tipismo del lugar, la deliciosa comida, los precios asequibles y la acogedora calidez de la gente. Durante los tres meses siguientes recorrieron los alrededores de Nerja con curiosidad e interés: Granada, Tánger, Málaga, la Axarquía y otras comarcas andaluzas, y por supuesto, las playas y las estribaciones de aquel verde macizo montañoso, agreste como si fuese un Himalaya en miniatura, que era la sierra de la Almijara. Terminadas sus vacaciones tuvieron que volver a casa, pero ya había arraigado en sus corazones una idea que no tendría vuelta atrás y los cambiaría para siempre.
 
 El matrimonio llevaba años viajando de un lado a otro, residiendo en distintos países y adaptándose a diferentes culturas y costumbres. Y aunque hasta entonces les habían gustado  los cambios,  de pronto sintieron la necesidad de encontrar un lugar donde establecerse definitivamente, lejos del ajetreo de las grandes ciudades; querían tener un sitio donde guardar las maletas, cerrar la puerta y dejar el mundo al otro lado. Por eso, a la vuelta de  cinco años -en el año 1971- la nostalgia del Mediterráneo que ambos sentían pudo sobre todo lo demás, y volvieron a Andalucía con la intención de quedarse a vivir aquí. Como encontraron  Nerja muy cambiada por el creciente turismo de la Costa del Sol, decidieron buscar su residencia en el vecino pueblecito almijareño de Frigiliana.
                        
Llegando a Frigiliana desde Nerja
 
 No tardaron mucho en localizar una sencilla casita en el Barrio Alto que se ajustaba a sus necesidades y a su presupuesto. No se encontraba en muy buen estado; era pequeña y tenía, como casi todas las construcciones de la zona, gruesos muros encalados; apenas contaba con puertas y ventanas, y una habitación conducía directamente a la siguiente -carecía de puertas interiores, detalle que les llamó mucho la atención-. El tejado necesitaba una reparación urgente, las vigas del techo estaban carcomidas y los escalones interiores eran incómodos y peligrosamente irregulares. El "cuarto de baño" estaba situado en las antiguas cabrerizas, y consistía en un diminuto recinto en el que se había cavado un simple agujero en el suelo. La casita tenía un huerto muy descuidado en el que, entre maleza, crecían una parra y una higuera. Pero fue la panorámica del pueblo y sus alrededores desde aquel lugar lo que  terminó de convencerlos. Delante de sus ojos, atónitos ante tanta belleza, descendían escalonadamente las demás casas de Frigiliana; más allá se veían los verdes campos de labor coronados por las cumbres rocosas de la Almijara y, para completar el cuadro, el azul intenso del mar, que daba la impresión de fundirse con el cielo en todos los puntos del horizonte. Thea y David  se miraron: sí, aquel lugar era exactamente el retiro que habían imaginado.
 
 
 Una vez instalados en su nueva casa, ambos se incorporaron con gusto a la vida cotidiana del pueblo, como unos vecinos más. No les costó ningún trabajo adaptarse al sencillo  modo de vida frigilianense, pues estaban habituados a cambiar de vivienda, cultura y ambiente. Del mismo modo los lugareños, aunque al principio no comprendían qué había llevado a aquellos dos forasteros a querer vivir entre ellos, pronto se acostumbraron  también a su presencia y al interés que ambos mostraban por aprender el idioma y las costumbres de su lugar -Thea y David fueron de los primeros extranjeros en afincarse en el pueblo- . Es cierto que al principio a los dos les sorprendió que un lugar tan cercano a la cosmopolita Costa del Sol conservase tan arraigadas ciertas costumbres que a ellos les parecieron arcaicas, pero desde luego, tenían que reconocer que todo aquello formaba parte del encanto de su nuevo hogar.
 
Las calles de Frigiliana han sabido conservar el encanto de otros tiempos
 
 No imaginaban que se familiarizarían tan rápidamente con costumbres tan inusuales para ellos como  despertarse por las mañanas con el sonido de los cascos de los mulos, que golpeaban contra el empedrado de la calle mientras iban camino del campo, o con los balidos de las cabras, que todos los días pasaban por delante de la misma puerta de su casa. Todo les resultaba  interesante: los panaderos que acercaban las hogazas de pan recién hecho hasta las casas, en grandes serones que cargaban sobre sus mulillas; las vendedoras de pescado que portaban sus capachos llenos de pulpos y sardinas fresquísimas; los pastores que bajaban puntualmente de la sierra para vender leche, quesos y  requesones; los labradores de los cortijos cercanos al pueblo, que bajaban con sus canastos de frutas y verduras; el afilador que acarreaba su bicicleta de hierro precedido por el inconfundible sonido de aquella flauta tan peculiar… cada cual pregonaba alegremente su mercancía en plazas y calles, convirtiendo las mañanas del pueblo en un bullicioso ajetreo de gente yendo y viniendo alegremente, que se escuchaba por todas partes.
 
 
 Thea y David -al principio con la curiosidad de simples espectadores, y luego con verdadero interés y participando activamente, como sus otros vecinos- asistían a las fiestas típicas del pueblo y aprendían ritos y costumbres centenarias que hasta entonces habían sido un misterio para ellos como los cencerrazos, las matanzas, las procesiones y las romerías. En su afán por integrarse en el modo de vida de su pueblo de adopción, se esforzaron por entender y hablar el castellano con el marcado acento local de sus vecinos, y asumieron algunas de sus costumbres como nuevos horarios, nuevas recetas de cocina y nuevas tareas como cultivar su propia huerta de frutas y verduras, entre otras. Incluso heredaron el apodo de los anteriores dueños de su casa: ahora eran también conocidos como "los de la carrería". El día que Thea y David supieron que poseían un apodo, tuvieron la certeza de que, definitivamente, eran aceptados en la comunidad.
 
 A menudo recibían las visitas de familiares y amigos, que llegaban desde sus países de origen y que apenas comprendían el empeño de la joven pareja por vivir en un lugar tan a trasmano, lejos de costumbres más refinadas. Al preguntarles cuándo volverían a casa, los dos daban siempre la misma respuesta: "ya estamos en casa". Y así era, porque así lo sentían. Desde entonces, y salvo un  paréntesis de cuatro años en el que volvieron a Hong Kong por cuestiones de trabajo, Thea y David no han vuelto a vivir en otro sitio. Ambos continuaron con sus vidas, ya desde su casita del Barrio Alto, manteniendo sus respectivas actividades profesionales y sin perder el contacto con sus amigos y familiares, que tienen repartidos por todo el mundo. Pero, a la vez, disfrutando a manos llenas de las ventajas de la "simple life", la vida sencilla que tanto habían anhelado.
 
Thea en el huerto de su casa. Archivo de David y Thea Baird

 Fueron pasando los años, y con ellos, inevitablemente, llegó el progreso también a Frigiliana. La Costa del Sol estaba muy cerca, y estaba claro que un lugar tan pintoresco como aquel no iba a quedarse al margen del turismo, que poco a poco fue avanzando desde las zonas costeras hacia las montañas, en busca de la "España auténtica", no ya la de sol y playa. Aquel rústico pueblo de callecillas empedradas, casas encaladas y jardines recónditos se convirtió en un destino turístico más, y poco a poco la vida cotidiana de sus habitantes fue cambiando ante la lógica alegría de los lugareños, que veían en el turismo nuevas oportunidades de prosperidad y mejora de sus precarias economías domésticas. Las bestias de carga fueron sustituidas por motos y furgonetas, las cabras dejaron de pasar por las calles, los tejados de las casas se llenaron de antenas de televisión, y los vecinos del Barrio Alto, con los que Thea y David habían convivido pared con pared durante muchos años, fueron muriendo o mudándose a otras zonas del pueblo más cómodas y accesibles. Casi todos terminaron vendiendo sus casas a otros forasteros -como ellos lo habían sido una vez- que también buscaban lo que ellos mismos habían encontrado años atrás.

 En la calle de Thea quedan hoy solamente dos de sus antiguos vecinos; los demás son extranjeros venidos de todos los rincones del mundo: holandeses, franceses, ingleses, americanos, alemanes… ella suele decir que cuando se asoma a su terraza oye hablar en muchos idiomas distintos. Pero a pesar de lo mucho que ha cambiado su pueblo en los últimos tiempos, éste no ha dejado de ser su retiro dorado, del que ella y su marido continúan disfrutando como el primer día. Y no solamente del pueblo, sino también de las personas, de sus historias y del maravilloso entorno que supone la sierra de la Almijara, la cual han explorado en multitud de ocasiones. Conocedores de la importancia que en otros tiempos supuso ese macizo montañoso para las poblaciones que lo rodean, Thea y su marido han coronado muchas de sus cumbres más emblemáticas, como la Maroma, el Lucero y el Pico del Cielo, y han recorrido gran parte de los senderos que hay por allí. Amantes del aire libre y los espacios abiertos, también les gusta visitar siempre que pueden otras zonas de montaña, como Cazorla y Sierra Nevada.
 

En la Cascada de los Árboles Petrificados, de Río Verde. Archivo de David y Thea Baird
 
 A lo largo de todos estos años, Thea y David han visto evolucionar ya no sólo Frigiliana, sino todo el país. Vivieron junto a sus vecinos hechos históricos como la muerte de Franco, la coronación de Juan Carlos I y la transición española; participaron activamente en la vida social y cultural de su zona, han visto muchas cosas y conocido a muchas personas, unas que estaban de paso y otras que, al igual que ellos, decidieron establecerse allí. Incluso  han contribuido a dar a conocer el idioma, la comarca y su historia reciente a la comunidad extranjera afincada allí, a través de las guías de bolsillo sobre lengua y literatura publicadas por Thea -bajo su nombre de soltera, Thea Braam- y los libros de historia, relatos, guías de viaje y artículos periodísticos publicados por David Baird en distintos medios de todo el mundo.  Y aunque ambos conservan sus respectivas nacionalidades, se sienten tan frigilianenses -o "aguanosos"- como si hubiesen nacido en la casita en la que viven desde hace tantos años. 
 
David y Thea, de excursión por la Almijara. Archivo de David y Thea Baird
 
 Thea se pone la mano en la frente, a modo de visera para protegerse la vista de la intensa luz, y observa el panorama que se domina desde su soleada terraza. A pesar de haber cumplido ya los ochenta años, conserva una agilidad y una energía envidiables y continúa llevando una vida muy activa; su carácter abierto y acogedor, su alegre sonrisa y el brillo suave de sus ojos azules, además, evocan la niña intrépida que fue una vez. Su interesante vida, plena de vivencias, la ha llevado a recorrer medio mundo para terminar colgando su nido en una casita blanca del sur de Andalucía.
 
 Frigiliana no es ya el mismo sitio que descubrieron hace tantos años ella y David, es verdad. Ni ninguno de los demás pueblos del entorno de estas montañas; ni los turísticos del lado malagueño, ni los agrícolas del lado granadino: todos han cambiado en mayor o menor medida. Pero -como ellos dicen- afortunadamente, hay algunas cosas que permanecerán inmutables para siempre: las bellas y escarpadas siluetas de las cumbres almijareñas, y el  azul acerado del Mediterráneo, tan brillante a veces que hay que entrecerrar los ojos para poder mirarlo. Y sobre todo, el olor intenso de los jazmines y las damas de noche en los jardines, y del romero y la mejorana en flor en las montañas, que perfuman las noches serenas de la primavera en Tejeda, Almijara y Alhama.
 
Fotografía: José Luís Hidalgo.