Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

lunes, 7 de marzo de 2016

La Misa de San Juan en el Cortijo del El pino (Frigiliana)



Durante la celebración de la Sagrada Misa de San Juan frente a la ermita y bajo la sombra cenital del pino aerostático y los toldos, mi Ramoberto, no ha respeto el obligado silencio litúrgico y no ha parado de hablar con la familia y vecinos, mientras algunas mujeres le han mandaban callar con un siseo disimuladamente cortés, hasta el cura que ha subido este año desde el pueblo de Maro no ha dejado de mirarle con el Santísimo levantado, es un cura de la nueva ola, un hombre joven con el cuello doblado, vencido de humildad poseedor de una cuidada oratoria evangélica y exaltadora en los valores tradicionales con el atento campesinado, las costumbres, los antepasados y acorde con el momento, el lugar y la romería. A mi hijo mayor le he afeado su actitud poco respetuosa durante el necesario silencio de la eucaristía –él me dice, palabras textuales: toda  misa que no se haga en un lugar sagrado no se considera misa, ¡será imbécil el muy...!, pero cómo está el niñato, pienso, mejor hacerle caso a mi mujer que entre diente y con gestos mímicos me quiere decir que no me meta con él, que lo deje tranquilo, a su aire, ¿entonces a qué ha venido aquí?, y ella insiste: tú déjalo, no ves que no va a querer venir otra vez.  Me conoce, y sabe que la armo, me conoce muy bien y  armó la marimorena, por menos la armé una vez en el Pryca los Patios de Málaga con un dependiente que no me quería hacer la devolución un aparato de video averiado, hasta me que dio otro nuevo.
  Cada año acude más gente a la Misa, los coches y los  4x4 o todo-terrenos se colocaban como caballos desbocados en el carril de tierra que viene desde la cuesta del “Comendaor”, vehículos sin alama a los que tan sólo les queda arrodillarse ante la Virgen como vencidos carros de combate de una guerra perdida. Durante la Misa cada cual ocupa el lugar que puede en los bancos de madera, las mujeres en las sillas preferentes bajo el toldo naranja, y detrás de ellas, de pie, la juventud, y los hombres sobre los poyos y escalones del cortijo el los Obispos –apodo de esta gran familia y buena gente, emparentados con nosotros los Simontes– y en cuando empieza la eucaristía, los hombres, con todo respeto se quitan los sombreros,  dejan de beber cerveza de barril, aunque es difícil hacerles callar porque se están saludando todavía, la mayoría no se ha visto desde el año anterior o de varios años, puesto que además de romería es lugar de encuentro familiar. Otras personas, más cocineras, como el Brigada Martín Comandante de Puesto de Nerja y un guardia dejan de despellejar los conejos camperos que ayer cazaron con la escopeta del guardia Ramírez en el Boquete de Zafarraya, según dijo el  propietario de los cadáveres peludos.   Durante la eucaristía llegó  la hora de las rogativas,  el cura se sentó en un banquillo de madera que usa la tía  Blasa el resto del año para hacer tomizas y pleitas.
 Voluntariamente, cada uno de los asistentes puede pedir en voz alta, ante todos los presentes, una rogativa, por un familiar fallecido, porque haya buenas cosechas o no caigan granizos, aunque la mayoría piden paz en el mundo.  Mi sobrina Raquel, se levanta con voz llorosa y pide una oración por su tía y a la vez mi hermana Dolores fallecida en octubre del año anterior en 1994, y unas lágrimas de emoción rodaron por los húmedos ojos de todos sus sobrinos allí presentes. Mi cuñada y poeta Ana Álvarez es la que lee las Sagradas Escritura y además siempre lee alguna de sus composiciones poéticas de gran sentimiento y emoción cristiana.  Luego Aurelio Torres, el de Concha (a) el Obispo (su abuelo sabía más que un Obispo), también hace una petición..., y así van haciendo rogativas otros muchos, pero que yo, emocionando, no puedo recordar ahora.  Aurelio era el coordinador de los actos de la romería,  me convenció para leer en público una poesía que yo había escrito a la Virgen Milagrosa, pero me pusieron a leer otra poesía distinta, un llanto o elegía dedicada a mi difunta hermana Dolores, y ya que estaba de pie y todos atentos no pude rehusar leerla. Fue como una pequeña trampa. Mi sufrida hermana que jamás fue capaz de olvidarse ni un minuto de aquella escena tan horrible que vio en la puerta de su cortijo hacía ya muchos años. Acabo de leer la elegía con "bufos" en la garganta, sin vacilar, sin declamación, sin interpretación, atascándome como un todo-terreno en las arenas de una playa del Cabo de Gata, pero los presentes me escuchan silenciosos, expectantes, cabizbajos, y también se tragan lágrimas como sapos escurridizos de piel viscosa.  Mi voz solitaria es  la única que dominaba el acto litúrgico, e incluso, los que estaban desollando los inofensivos conejos de  Zafarraya dejaron de desnudarlos por un momento; las mujeres sentadas agachaban la cabeza en reverencia y, lo indiscretos, se miraban a la  cara sorprendidos de tan lastimero canto a una hermana fallecida, y, a la que, sin necesidad de elogios gratuitos la tengo que recordar como una mujer entera,  morena, delgada,  dispuesta y trabajadora, madre y esposa, hacendosa y dispuesta a servir a familiares, vecinos y conocidos con una hospitalidad fuera del común entender, de este concepto de ayuda humano casi olvidado hoy día, que son tiempos de prisas y egoísmos, de un yo que refleja la falta de solidaridad.

  Mi hermana Dolores era mayor que yo por un par de años, y como el zarpazo de una asociación de ideas que no soy capaz de controlar, me acude aquel lejano tiempo de nuestra niñez cuando nuestra madre, cundo vivíamos aquí en el Cortijo del Pino,  nos mandó a los dos a por agua a la fuente de la Acebumeya o de la Sirena con la burra de la panza blanco como de algodón. Tenía yo por aquel entonces unos  doce o catorce años y era un largo espárrago, yo no quería ir con ella porque era casi una mujer en comparación mía, y el miedo mío era a que cuando estuvieran llenos los cántaros no poderlos subir al serón a pulso y tener que pedir ayuda a algún mozo, así que mi hermana muy ingeniosa pensó que no nos haría falta ayuda de nadie, e ideó la forma de llenarlos cómodamente: dejando los cántaros vacíos  dentro de los serones, y lata a lata llenarlos, así no había que bajarlos. Así y todo no me convenció  porque mis miedos, en realidad, eran otros muy ocultos que no iba a confesarle a ella, que eran los piropos de algún “desgraciao”.
Para obligarme a acompañarla se puso muy sería y me dijo, Joseíco, tienes que aparejar la burra venir conmigo a por agua porque lo ha dicho madre, yo tuve la osadía de preguntárselo a mi madre, y sin argumentos para obligarme me dijo, lo ha dicho padre antes de salir con al campo con las cabras, y como a padre no me atrevería a preguntárselo ni aún siquiera estando presente, porque le temía, pues era poseedor de unas manos ciclópeas, pues si te diera una hostia oirías campanas durante una semana.  Así que fui con mi hermana, obligado, evidentemente, con la burra y dos grandes cántaros de cerámica rojiza. Una vez en la fuente salieron dos zagalones mayores que yo, Baldomero Torres, hijo, y  Dieguito, mis temores se habían presentado en persona, le estuvieron diciendo a mi hermana piropos de lo guapa que era, yo no me atreví a defenderla.  Me dijo mi hermana: Joseíco, demuéstrales que eres un Simontes.  A pesar de que yo era larguirucho y grandullón, no tenía maldad,  ni poca mucha fuerza en los brazos. No  defendí a mi hermana aquella vez, y cuando de vuelta en el cortijo se lo contó a mi hermano Miguel, el mayor,  éste me zarandeo y me estuvo dando tela marinera para demostrarme que no duelen los golpes ni los  puñetazos sino las humillaciones. Menos mal que no llegó a oídos de mi padre, si no hubiera estado oyendo campanas durante un mes.

 A media misa llegó mi yerno Manolo, un manita en todo lo que hacer y emprende con mi hija María Carmen con sus dos hijas, que siempre están dispuestos a acompañarnos en nuestras comidas campestres. También llegaron mi otro yerno Paco Capilla y mi hija Vicky con sus hijos Pablo y Jorge.
  Cuando terminó la misa,  vinieron los corrillos con un rato largo  de saludos y conversaciones familiares, y después de repartir besos y  qué bien estás o qué nuevo estás. Y ya bajo un sol cercano al mediodía preguntón y aplastante del Mayarín, deslumbrado por el verbo de los pinos del Fuerte, las cepas con sus manos de pámpanos en bandejas de celofán, los aguacates enanos, el alto y espigado almencino, las chumberas con sus manos de espinas, los olivos estropeando la continuidad del verde vid, el gris pizarra y el blanco marfil por el “Comendaor”, mi hermano Antonio el Cabrero, el mejor conocedor de la Sierra de Almijara, guía de cazadores de monteses en su mejores años, nos  invita, como cada año, a probar unas tapas de choto al ajillo que ha preparado su mujer Ana Álvarez, la Poetisa o la  pelirroja. Le digo que mi mujer y Darío van a cocinar unos kilos de carne de cabrito que hemos comprado en Frigiliana.
 Aquí sentado, mirando a las lomas de El Fuerte siento que la tierra de pizarra se me mete por los pies y se me sube por las venas, siento el peso del aire, y pienso en mis hermanos cuando eran pequeños y jugábamos por el camino del almencino, en mi madre y en mi hermana menor Rosario que me hacían trabajar, amenazándome con mi padre, siempre se me colocó  el sambenito injusto de  caprichoso, terco como los Simontes. Mis hermanos Miguel, Manolo y Emilio hacía años que habían fallecido.  Cuando mi madre me quería pegar yo me subía en un albaricoque grande y allí me quedaba hasta que me perdonaban o bajaba por mi cuenta casi al anochecer. Me entretenía mucho con los juegos porque trabajaba mucho, mis amigos eran José el de Emilio, Baldomero Torres y Antonio el de Paco Sánchez, nuestros juegos eran los de hacer carritos con ruedas de pencas o jugar con las hormigas, hacerle un cerco de fuego a los escorpiones, bajo la teoría infantil de que todo insecto en cuanto alguien le corta el paso, se irrita y busca otro camino.
    Por las mañanas, en cuanto me levantaba del catre le preguntaba a mi madre, ¿qué ha dicho padre que tengo que hacer hoy?, porque si no lo había dicho padre, yo no le hacía caso a nadie, y a mis hermanas menos, yo le podía a pesar de ser menor que ella, salvo a la tía Consuelo que se irritaba con mis bromas. Tuve dos madres: mi madre y  mis hermanas de pecho Doloreta. Rosario era menor y una cría larguirucha. Yo no tenía libertad porque  era como un esclavo cometido al miedo.
Una vez le dijo un lobo flaco y hambriento a un perro: ¿qué bien vives en casa de tu amo tan gordo y bajo techo?, pero cuando el lobo vio el cuello pelado del perro del roce de la cadena, le preguntó qué es eso, el perro le respondió que era el pago por comer a cambio de cuidar la casa, le lobo sentenció  de qué te sirve disfrutar de esos bienes si no tienen libertad. Ese perro, sin duda, era yo en casa de mis padres.

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