Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

domingo, 31 de enero de 2016

La muerte y el despiece de la guarra o cerda.



La cerda se murió de  un  infarto en la Ruta de la Miel, viniendo de Venta Panaderos a Acebumeya, se quedó panza arriba con los ojos abiertos y echando espuma por la boca por el  cruce de caminos hacia Piedra Escrita, collado que se bautizó después como Collado de la Guarra.  Mi abuela Ana Acosta, la Sabia, de la familia de “Los Pantorrilla” de Cómpeta, se puso a echarle agua sobre el cuerpo sin vida de la marrana (cerda o guarra), creyendo que podía hacerle algún milagro como hacía con los polluelos de gallinas que, cuando se morían de calor, los  metía en agua fría y resucitaban. Mi abuela, que era la única capaz de pensar, en un momento quiso salvar las carnes del delicioso cadáver, sabía que el calor y la falta de unas condiciones de conservación  iban a pudrir la carne, en un momento sobrevolaron  dos buitres carroñeros, lo que a su vez iba a atraer a los grajos  negros de las cárcavas de Rajas Negras. Llegaron una banda de buitres calvos, llegaron en vuelo rasante y la pelea entre ellos sería casi mitológica, yo lo apedreaba con la honda, no estaba la vida como para perder diez arrobas de carne de la marrana asfixiada.
     Como un Prometeo mitológico me puse a apedrear con la honda la bandada de  buitres, cinco o seis, hasta que logré espantarlos.  Mi abuelo no se cortó y siguió los consejos de su mujer, decidió hacer allí mismo, en la sierra, al borde de la Ruta de la Miel, la urgente matanza, lo organizó todo como un sargento de Intendencia. Mandó al tío Emilio a avisar a los familiares y vecinos de Acebumeya para que trajeran todo tipo de sartenes y peroles, así como cebollas, especias y mucha sal para conservar las carnes.  Había que actuar rápido pues el excesivo calor del verano podía estropear la carne.  Las moscas acudieron como salidas de una colmena, detrás de ellas  venían las avispas y algún abejorro.  Caliente todavía la guarra la desangró con una faca allí mismo por encima del hueso del esternón hasta llegar al puño del corazón, momento en que como un surtidor salió la sangre diluida, sin poder tener un recipiente a mano para recogerla y removerla dejó que se uniera al arroyo, se había perdido un plato rico, la sangre frita con cebollas, luego roció el cuerpo de rastrojos secos y le prendió fuego para quemarle las cerdas, el olor a quemado me hacía vomitar, luego se puso a calentar agua, el agua caliente para escalda la piel. Buscó una rama larga que le llamaba la ballesta y  lo ató separándole las patas traseras, tomó una soga de tres cabos de esparto majado que llevaba la mula y ató a la guarra por el palo ballesta, pasó la soga por la rama gruesa de un hermoso pino y ató el otro extremo  e izó a la guarra muerta colgándola del pino boca abajo, estaba dispuesta para ser despedazada. La marrana no había muerto por una enfermedad sino por asfixia y su obesidad y el calor de agosto, cerca de Piedra Escrita (una gran piedra que parecía como puesta allí adrede, y que tenía unos signos raros antiguos esculpidos en la piedra).
     La imaginación es hija del hambre y sobrina de la necesidad. Lo primero que hizo fue abrirla con un hacha de mano en canal desde la ristra de ubres, pasando por medio de los pezones de las ubres hasta el esternón,  con un pestazo a pedos impresionante, el temor era la bolsa de la  hiel que no se podía reventar y estropear toda la carne. En un momento se deshizo de todas las tripas y apestosos intestinos y mandó a mi abuela e hijas a lavarlas en el arroyo Cebolleros.  Al olor de los pelos  quemando no aparecieron los buitres pero sí otro buitre con dos patas, su vecino y enemigo natural Evangelino el de la Venta Camila, que allí mismo quería hacer un trato y comprarle por nada media guarra muerta como haciéndole un favor.  Mira Evangelino –dijo mi abuelo con la hacha en la mano llena de sangre– o te vas o te hago como a la guarra, ponte a ayudarme y te regalaré una paletilla. Y se puso a ayudarle porque había mucho en juego. Había que actuar rápido: descuartizar, hacer fuego, lavar tripas, y  guardarlo todo en sacos con sal para embutirlo después en Acebumeya de Abajo. Toda mano de obra era necesaria. Sin parar en el despiece como un matarife consumado y yo ayudándole.  Se desprendió con la hacha las costillas, luego  las faldas, los solomillos, los lomos y las paletillas, conforme el despiece avanzaba el cuerpo de la guarra llegaba con la careta al suelo.
Las moscas acudían como abejas a una colmena, los cadáveres es que las vuelven locas de alegría, Emilia, Carmen y  Ana María, la menor, se encargaban inútilmente de aventar las moscas.  Mi abuela no echó una lágrima por la muerte de la cerda, y allí mismo descargó a la mula roma con los enseres de la casa, y cuando trajeron peroles a freír toda la carne con aceite antes que se pudriera,  la adobó con orégano, ajos y perejil y se frió en una gran sartén toda la carne que se pudo para salvarla de que se corrompiera.  Con aquel matutino calor no se podía dejar nada a secar ni a merced de la picadura de las moscas que son las que encubaban sus huevos en las carnes muertas.  Cuando los vecinos llegaron para ayudar en la improvisada matanza, lo lamentaban desde luego, pero por otra parte se alegraban pues podían comer lo que quisieran como en un autoservicio, la comida a cambio del trabajo. Yo me di una panzada de carne asada del carrillar  como para reventar, luego llegó más gente al olor de las tajadas del hígado y riñones, y alguien llevó vino moscatel y duró la fiesta hasta la madrugada. Fue una gran fiesta culinaria y la gente se hartó de comer.  Por eso toda la gente del lugar recordó que mi abuelo se vino de la Venta Panaderos a mediados de agosto del año treinta y dos.
     Cuando por la noche, muy tarde ya, llegamos a la Acebumeya de Abajo después de despedazar a la guarra muerta de infarto,  la prima Edalmira Fernández había limpiado la casa, la cual, muchos años más tarde se casó en la Acebuchal con mi cuñado y amigo José el de Emilio. Lo primero que hizo la abuela Ana Acosta fue meter la sal y rociar un poco de aceite en la chimenea en forma de cruz para tener fortuna. La sal no se podía dar, si alguien te la pedía no era buena suerte darla tú sino decir ahí la tienes y coge la que quieras. Se colocó la maquinilla de picar carne y me metió en las tripas saladas. Luego se coció todos, porque no era tiempo frío para orarlo. Chorizos, cuyo olor a pimentón, pimienta y sal me perseguían en un pecado de gula de: cómeme, cómeme…

Nota
(Escena del capítulo 48 que se ha anulado, para próximas ediciones de "El cazador del arco iris".

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