Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

sábado, 4 de junio de 2016

La prueba de pelar papas. El cazador del arco iris. Novela



 2/ Mi madre era una mujer de las denominadas bondadosas,  se llamaba Doloreta, la de  Panaderos o Doloreta la de Ana, pues las mujeres llevaban el nombre de la  madre. Era una mujer de buen lustre, morena, alta y delgada porque en aquel tiempo no existía mujer redonda no ya porque hubiera que ir a lavar a mano al arroyo  con un canasto de ropas a la cabeza, sino porque se comía lo justo y necesario para subsistir, tenían manos campesinas, el pelo recogido en un cómodo moño que relucía del vinagre y se asentaba con limón, y su rostro se caracterizaba por un gracioso lunar gordote en su mejilla izquierda con un pelo en el centro, orientado a la derecha si es uno el que mira, una especie de marca familiar que hemos ido heredando, yo también  llevo ese estigma en la cara y mi hijo mayor Ramoberto también. Mi madre (que además era mi tía, ya os lo explicaré) tenía la nariz y la fisonomía de las moriscas, nadie dudaba de su parecido con las moras, pero toda costumbre mahometana se había perdido en Acebumeya. Cuando fue joven lucía su belleza de ojos negros en tez morena, tuvo un pretendiente de mucha nobleza y si no se casaron, fue porque él tenía el síndrome de Don Quijote: la locura. La recuerdo vestida casi siempre de negro y como abrigo usaba una toquilla del mismo color por encima de los hombros. Usaba velo, medias y alpargatas negras.
   Ella era muy religiosa y su alcoba parecía un santuario lleno de mariposas de aceite y de estampas de Santos y Vírgenes, y cuadros de difuntos. Era dueña de un generoso  corazón, sobre todo con los vecinos a los que no le negaba un favor, primero los vecinos y luego los demás, se dejaba llevar más por las supersticiones  que por su propio instinto, y cumplía a rajatabla los rituales de echarse la sal a la espalda antes de salir a la calle, que no le faltara su ristra de ajos en la chimenea, que si los gatos negros daban mala suerte, que si las tijeras abiertas, que si el espejo roto, que lo de no pisar con el pie izquierdo al saltar de la cama, rezarle a San Onofre antes de salir de casa, santiguarse antes de cocer el pan en el horno de leña para que saliera bien, o al pasar por delante de la ermita. O hacer mandas a los Santos y Vírgenes, que consiste en rezarle mucho para que te concedan una petición. Se hacía siempre una serie de rituales  sin los cuales no podía moverse o salir del cortijo. Era analfabeta, pero no conocía la pereza, sino que era diligente, una de sus grandes virtudes, cuando se levantaba mi padre, ella se levantaba  detrás para encender el fuego y hacerle el desayuno. Era muy buena cocinera, sus trucos culinarios los había aprendido cuando estuvo con sus padres en la Venta Panaderos.  Freía las mejores berenjenas crujientes del lugar, cortaba las berenjenas en rodajas y las metía en agua  para lavarlas y luego las secaba dejándolas entre dos paños de tela   hasta que se quedaban sin agua, luego las rebozaba  en una gachuela de harina (mezcla de agua con harina y perejil) y a freírlas con aceite de oliva bien caliente (aceite de nuestros olivos). Había heredado la esencia de la cocina mediterránea: poca carne y muchas verduras, hortalizas, frutas y aceite de oliva, migas o papas con tomates y cebollas, sin faltar en sus guisos un refrito de ajos y almendras. Era muy buena cocinera en una docena de platos y algunos inventados por ella como el pisto con bacalao. Sabía hacer roscos de vino y buñuelos en la Pascua, era seguidora de las vigilias y de las cuaresmas. Menos mal, que ya no se llevaba lo de hacer el Ramadán musulmán. Puedo recordar que además de los repobladores cristianos, había una familia de origen morisco, como mi primo segundo  Arcadio Fernández,  que poco antes de morir gritó: ¡por Alá!, y se murió tan a gusto. Le encontraron algunos libros antiguos escritos en árabe, que nadie supo de qué trataban.
  La primera tunda que me concedió mi madre, o sea, que me dio mi madre en condiciones, me la propinó por no tomarme en serio sus advertencias de no ir  a la alberca a bañarme, todavía la puedo recordar perfectamente, fue una vez que fuimos mi prima Ana la de Emilia y yo  a la alberca,  teníamos la misma edad unos seis o siete años.  Desnudo como estábamos me llevó a “apargatazos” (que es como se decía darte con la suela de goma de las alpargatas de tela blanca), uno tras otro, hasta el cortijo de  Los Corrales, me dejó marcado en la piel  el dibujo de la suela y hasta el número que calzaba.  
 Otra vez me dijo tu padre quiere hablar contigo, te espera en la ermita Asunción, fui y hablé con él o mejor dicho él habló conmigo muy en serio, cuando regresé me preguntó mi madre qué era lo que me había dicho mi padre, le di una mala contestación, y ya con catorce años me arreó su última bofetada. La verdad, es que con tantos hijos le dábamos mucho trabajo a mi madre, nos juntábamos quince personas.
 A los niños nos enseñaban a creer que éramos más valiosos que las niñas, y que si eran guapas se casarían pronto, de lo contrario a vestir santos.  Nos decían que las niñas eran de cristal, si se las tocaba se rompían, con esta máxima estaba prohibido "tocarlas" siquiera.
  Mi tía Consuelo, que vivía con nosotros, era la penúltima de las hermanas de mi madre, era muy limpia y quisquillosa, no permitía niños cerca de ella porque le ensuciábamos su delantal blanco inmaculado con puntilla bordada, era algo retrasadilla desde que le dio una meningitis con diez años, pero buena como un ángel, le hacíamos mucho de  rabiar, pero la queríamos mucho, y era tan curiosa que cuando iba a Frigiliana a  ver a su hermana Carmen, que se había casado en Agrón con Manuel Vacas, barbero y zapatero, al llegar al Santo Cristo se cambiaba el velo negro polvoriento por uno nuevo, las alpargatas polvorientas del viaje por otras nuevas que llevaba en una talega de tela,  este era el bolso de las mujeres: una talega bordada con algún jilguero o unas flores, puesto que todas la  mujeres conocían el arte del bordado con hilos de sedas, el encaje de bolillos, el croché, ganchillo o el punto de cruz, labores que se convertían en trabajos remunerados cuando bordaban grandes velos o  mantillas por encargo.  Si yo le daba alguna broma, ella se ponía a llorar y a gritar: ¡Joseíco me ha pegao!, así podían pasar horas y horas, y hasta que no veía que mi madre hacía justicia en mí, y me daba un par de golpes para contentarla, ella no se callaba,  era una chivata, el sentido de la justicia lo tenía muy elevado, casi paranoico. Aunque yo ya estaba acostumbrado a recibir leña. Todas las bofetadas que se perdían en casa me las llevaba yo. Ella tenía un gorrión que había criado desde “gurripato” que andaba suelto en el cortijo, dormía en una cajita de cartón colgada de la pared, le prestaba más atención al gorrión que a las personas, la cuestión es que el gorrión también se dejaba acariciar por su mano y se hacía el muerto cuando se le ponía boca arriba (peculiaridad que tienen casi todas la aves, que cuando se les pone boca arriba se quedan quietas, paralizadas o asustadas). Otras veces y soltaba un pío, pío, pío..., a modo de alarma cuando notaba la presencia de algún extraño. Un día, por la Pascua, se murió el gorrión sin saber por qué, pero parece ser que se comió la  matalahúva ingrediente de los roscos de vino que picó del suelo. Porque mi madre y mis hermanas, una vez al año, habían roscos de vino y pestiños fritos y garrapiñadas de almendras.
  Mis hermanas eran todas muy guapas y muy presumidas, y como eran muy morenas casi siempre se protegían del sol con pañuelos o sombreros para las tareas del campo y los viajes al pueblo, de esta forma evitaban el bronceado solar, que no estaba bien visto. La moda era la tez blanca y empolvada.  El moreno de la mujer era señal de campesina, que ninguna quería parecerlo. Y ya sabemos de lo presumidas que son las mujeres mocitas y no tan mocitas.
  A las novias de mis hermanos y a la mía, mi madre les hacía siempre la prueba de pelar papas, las dejaba que las pelaran, si las pelaban con mucha carne de papa pegada a la piel decía que eran unas derrochonas, pero ni las pelaban finas decían que eran ahorradoras. Se lo advertí a mi novia, y las peló muy finas como el papel de fumar. Esto de pelar papas con mucha carne o quitarle mucha cantidad de corteza al queso, tenía mucha importancia para mi madre, pues decía que esta forma de pelar podía costar un divorcio de tanto discutir del asunto. También, sin que las novias se dieran cuenta, les dada con la paleta de hierro de las migas, el llamado “golpe de la suegra”, en el codo, y según le doliera así querrían o no a su futura suegra. Además, mi madre  tenía muchas supersticiones, y tenía que hacer varias oraciones o maniobras para librarse de los maleficios y del mal de ojo de otras personas, sobre todo evitar que las viejas miraran o besaran a los bebés, ya que éstos se podían morir de una diarrea o de un resfriado con pulmonía. Decía que algunas viejas podían ser brujas disfrazadas... (Sigue)


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