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Mi libro El cazador del Arco Iris (Amazon 2016) tiene 90 apartados, aquí en mi página de POESíA PALMERIANA literatura (con poesía y otras noticias de libros). Debido al éxito de estos relatos en estilo de realismo mágico, voy a publicar por entregas todo el libro de 465 páginas. Autor Ramón Fernández Palmeral. Soy un fans de Gabriel García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes, Casares, pero sobre todo de Juan Rulfo.
Primera entrega por fascículos
0/ CUANDO DESPERTÉ ME
ENCONTRÉ EN ACEBUMEYA, MI ALDEA DE NACIMIENTO, AHORA RECONSTRUIDA. No sé por
qué medios he regresado del más allá, he
vuelto a oler a pinos, a romeros, a tomillos, a conejos dormidos, a corrales y a cabras; y a oír la música del viento
y del arroyo cantarín alegre, y de fondo el piar de los pájaros silvestres. Es
que, algo…, no sé qué, me ha hecho resurgir, resucitar del valle de las sombras
de la muerte por un encantamiento o un hechizo triunfante o tal vez, quien
dice, si no soy la proyección de un sueño de otro que a su vez sueña conmigo o sobre
mí. Soy un espíritu o sombra que se mueve, sólo eso, una sombra sin cuerpo, o
es que, quizás, estoy en el cuerpo de algún familiar que a su vez es un soñador
despiadado y empedernido.
Tengo la inequívoca certeza de que he vuelto a
ejercitar la memoria de mis recuerdos pasados, recuerdos en blanco y negro de
un tiempo oscuro, y volver a ser de
nuevo aquel buscador de sueños, de pájaros en la cabeza y de grandes ilusiones
irrealizables, aquel cazador del arco
iris que deseé ser en la abrupta y bella
Sierra de Almijara en mi juventud de pastor de cabras, con la exagerada imaginación de creerme ser
más importante de lo que yo era o confundir a los gorriones con los halcones o
a las moscas con los vencejos o golondrinas de la primavera, quizás, llevado
siempre por un optimismo dramatizado o un poco exagerado. Posiblemente Acebumeya
sea un lugar de energía excepcional que puede hacer retornar a los espectros
errantes como un imán espiritual. Puedo recordar que el arco iris sobre Cerro
Lucero tenía algo de esta energía excepcional: electromagnética y celestial,
cual Monte Olimpo.
Veo a la gente pero ellos no me ven a
mí. ¿Acaso soy un fantasma? Estoy en mi
aldea de nacimiento, en Acebumeya en pleno Parque Natural de la Sierra de
Almijara (Málaga) a la falda del Cerro Verde, que tiene forma triangular a modo
de pirámide natural. Es imposible describir tanta belleza. Situada cinco o seis
kilómetros al norte de Frigiliana. Ahora la veo reconstruida. Al final de
carril se alza una capilla nueva y grande a la advocación de San Antonio. La antigua
ermita era pequeña como un horno de pan y estaba en la placeta, hoy, en su
lugar construyeron otra nueva como una caseta donde hay un cuadro de un San Onofre del pintor Ramón F.; es decir, que
me encuentro con dos lugares de devoción: Una capilla y una ermita, y eso que
aquí, actualmente, no hay más de cincuenta casas reconstruidas, cuyos
propietarios no viven aquí como residentes, sino como transeúntes o turistas, e incluso el Zumbo, el dueño del bar restaurante alquila casas rurales. Recuerdo que,
de ordinario, la vida se hacía en la puerta de las casas, en el rellano,
debido a que las casas eran pequeñas y no cabíamos todos dentro ni había
comodidad alguna. En el descansillo de las puertas, que siempre estaban abiertas, se comía y se
trabajaba haciendo sogas o tomizas de esparto, esparteñas, serones o pleita de
palma, siempre había algo que hacer, y si llovía nos metíamos en las casas a
jugar a las cartas, por lo general: al tute, a la brisca o al cinquillo. Este
era un lugar parecido a la felicidad.
Existen documentos sobre esta aldea de mediados del siglo XVI. Fue una
aldea morisca junto a un arroyo que llaman del Acebuche o Acebuchal. Mi aldea
se encuentra encajonada en el fondo de un agudo valle en “V”. Al sur cardinal,
en frente, se alza inexpugnable la mole verde del cerro de El Fuerte donde se libró la célebre batalla de
Frigiliana en 1569 entre moriscos y los cristianos reconquistadores. Una vez
subí arriba donde existe una explanación amplia, y daba la sensación de la
existencia de una muralla cuadrada de piedras sueltas de unos cien metros de
lado, y abundaban cacharros rotos de cerámica vidriada. Debajo, mirando al sur
existe una gran oquedad, es el Tajo Colorao.
Luego tras dos siglos de tinieblas desapareció del mapa de Málaga, nada
de ella se supo, se despobló completamente, no fue hasta los siglos XIX y XX
cuando que se repobló por gente de Cómpeta, Frigiliana y Torrox. Fue
luego una cortijada cristiana de repobladores, más bonita que una mariposa
sobre el romero, ella era... como diría... el Meridiano Cero, el Polo Norte del
Mundo, inexistente en los mapas de la
Axarquía malacitana (procede del árabe šarqíyya, que significa
"parte oriental" o "región oriental"), un punto energético,
mi "ombligocentro" del mundo, mi Arcadia.
Su situación geográfica era cruce de caminos
entre Frigiliana, Torrox y Cómpeta para ir a Granada, por la conocida Ruta de
la Miel, un abrupto camino o vereda de arrieros o de herradura por la cornisa
de la Sierra de Almijara hasta llegar al límite con los pueblos de Granada como
Játar o Jayena. Aquí se refugiaron moriscos, y luego republicanos durante la
toma de Málaga por Franco en febrero de 1937,
que no quisieron pasar bajo el fuego de los barcos Cervera y Canarias por
la bombardeada carretera dirección Este desde Málaga a Almería (205 kilómetros
de muerte), se calcula que hubo entre tres mil y cinco mil muertos por los
bombardeos desde la costa contra la población civil que huía, así como por la
aviación italiana y alemana a las órdenes de Franco. La estampa de muerte coincide
con los símbolos del Guernica de
Pablo Ruiz Picasso, pintor natural de Málaga nacido en 1881, en la plaza de la
Merced.
Natalio Gómez de Encinas, que había
perdido a toda su familia, mujer y tres hijos al pasar por la carretera, en la
zona de los Peñoncillos de Torrox, subió a la aldea de Acebumeya por el camino
de los arrieros hasta la higuera de Evaristo, el Feo, donde lo encontraron unas mujeres que iban a lavar la ropa.
Lo socorrieron como buenas samaritanas y en Acebumeya se quedó más de dos
meses, como refugiado de la guerra hasta que un día se fue medio loco.
Después de la guerra civil estas
intrincadas Sierras de Almijara fueron refugio de maquis, huidos por diferentes
delitos y refugiados republicanos que no quisieron o no pudieron tomar el
camino de escape de Almería hacia el Levante republicano o para embarcar hacia
Orán. Una sierra de dolor y sufrimiento. Sobre todo a partir del verano de 1946 cuando
se formó la Agrupación guerrillera de el “Roberto”. Hubo un cuartel de la
Guardia Civil en lo alto de Cerro Lucero (1.779 metros) para vigilancia del
paso de maquis o guerrilleros antifranquistas o “gente de la sierra”, según del
lado en que se mire, puesto que, tanto la Guardia Civil, los Regulares y la
población sufrieron múltiples bajas.
Sin
embargo, para lloro de la historia del lugar y de mi alma peregrina, Acebumeya fue
despoblada en 1948 o mejor diría que en tiempo de los maquis (voz corsa que significa, además de monte o
maleza, echarse al monte a vivir a salto de matas) la Guardia Civil
obligó a sus habitantes a abandonar sus casas, por ser sospechosos de colaborar
y alimentar a los maquis que en esta sierra se refugiaron durante unos seis
años de terror. Años después volvieron
un par de familias a cultivar los ricos y fructíferos bancales, hasta que en
1965 se quedó totalmente abandonada. Y,
poco a poco, las paredes de unas 50 casas se vinieron abajo, y, detrás de ellas
los techos hasta quedar todo hecho un escombro como si hubieran recibido el
impacto de una bomba atómica. Ya no se escuchan los cenceros de las cabras ni
el abatir de los cascos de las acémilas sobre su única calle empedrada. Y no fue hasta el año 2003 cuando los hijos
de los antiguos vecinos iniciaron su reconstrucción que, ahora, en esta
reencarnación mía o invocación insólita desde el más allá, observo y contemplo
con gran alegría para mis sentidos y mi ánimo que sus casas están arreglas y
encaladas como antaño: resucitadas. Es decir, que la Acebumeya de hoy está
levantada sobre los paredones que quedaron tras su destrucción por el abandono
de sus moradores y la dentadura del tiempo, y ahora se ha convertido en un
atractivo lugar de turístico-rural que incluso tiene bar con restaurante. La Historia de la Acebuchal la escribí antes de morirme, hecho que
sucedió en el 9 de agosto de 2004 por un infarto cerebral y, dicen, cosa rara,
que esta historia anda escrita por Internet, como aquella primera parte del
Quijote que andaba en libros. Hoy es el
21 de mayo de 2013.
Remontándome al pasado de mi infancia y
juventud, recuerdo que mis antiguos
convecinos eran muy religiosos, todo se
arreglaba con la frase cristiana y conformista de “si Dios quiere” (una frase
hecha para no luchar). Todas las tardes, después de cenar un puchero con
bacalao acompañado con algunos pimientos verdes crudos, que son afrodisíacos, se
rezaba el Santo Rosario para poder sacar del Purgatorio a alguna de las almas
peregrinas, perdidas en la subida a las
puertas de los Cielos (por el alma de algún pariente fallecido que no parecía
muy evidente que subiera directamente a los Cielos por sí sola), y darle paz
eterna a la Derecha del Padre que según la fábula del viejo cárabo del
algarrobo de Acebumeya, las puertas del Cielo estaban por Cerro Lucero y se
abrían cuando aparecía un arco iris. Pero esto era una leyenda nada más. A
Cerro Lucero y a Cerro del Cielo le faltaba un centenar de metros para alcanzar
los dos mil metros de altitud, y, por supuesto una Bula Papal que nunca llegó
por falta de recursos y de un abogado postulante en Roma. La vida era tan
desheredada que irremediablemente había que encomendarse a Dios y a los santos
para poder obtener su gracia y bendición, y sobrevivir al azar de un destino
incierto. Eran los años veinte. Es que aquí, la gente tenía la creencia de que
los muertos seguían estando presentes, en forma de fantasmas o como espectros
invisibles (aunque algunas veces se hacían visibles) porque cuando menos te lo esperabas se te
podía presentar alguno, hablarte y darte el susto. Sin saber cómo, dentro de la
antigua y pequeña ermita cual horno de
pan se encendían, solas, algunas mariposas de aceite, y así se sabía o comprendíamos que los
espíritus querían hacerse presentes o avisarnos de algún mal augurio o desastre
natural, como sucedió con lo del terremoto de 1884 con víctimas en Alhama, que
días antes estuvieron encendiéndose velas y mariposas de aceite, solas, sin
parar. También se encendieron en el terremoto de Frigiliana de 1922.
Después de rezar se jugaba al tute y, luego, los padres subían
a la alcoba que, estaba por lo general, en la cámara de arriba a seguir repoblando la aldea: a fabricar
niños. Los niños varones dormíamos todos juntos sobre un colchón de palmitos
secos, y las niñas todas ellas juntas en otra habitación, y por las noches nos
preguntábamos por qué la cama de hierro de los padres hacía tanto ruido. Pero
nadie se atrevía a subir por la estrecha escalerilla hacia la cámara para
engrasar el somier.
Cuando los hombres salían licenciados del
servicio militar era el tiempo de casarse e independizarse, eran los tiempos de
la emancipación de los hijos varones, y por ende la de las mocitas casaderas.
Yo me casé en el verano de 1946, recién ingresado en la Guardia Civil, después
de haber hecho seis años de servicio militar con los Nacionales, desde finales de 1938 hasta que acabó la Segunda Guerra Mundial que
fue cuando licenciaron a los de mi quinta.
Las casas en la ladera de Acebumeya eran
unas 50, pequeñas construcciones de adobe, que se componían de planta baja donde
estaba el comedor y la cocina, espacio que a la vez se convertía por la noche
en dormitorio, y en el primer piso estaba la llamada cámara que lo mismo servía
para poner una cama como para almacenar
cebollas, ristras de ajos, patatas o mazorcas de maíz, según la época. La cocina era un poyete en el comedor donde
ardía la leña y las cepas secas de la vid, bajo una chimenea o “chupahumos”, en
las ascuas se ponían las estrébede o
trébedes de hierro y encima de ellas la olla. Al lado estaban los cacharos de
aluminio colgados en la pared, la cantarera con dos cántaros grandes de agua y
un botijo, esto era todo el hogar, aquí, en mis tiempos de juventud nunca
llegaron ni la electricidad, ni el teléfono. La luz interior era producida por
candiles de hierro negro que usaban como combustible aceite de oliva usado con
una torcida de algodón o un trozo de tela, antes de que llegaran los candiles
de petróleo o el camping gas. La luz era de un pobre amarillo casi lastimero.
Había dos tabernas a las que llamábamos
ventas donde vendían aguardiente, vino del terreno, tabaco y alguna longaniza
más seca que las suelas de unas albarcas –que es como se dice aquí y no
abarcas– y comprar pan. De vez en
cuando, aparecían algunos cazadores forasteros, y como éstos pagaban al contado
les ponía algunas tapas de choto frito, o algunas arencas que brillaban como el
cobre pulido con pan y aceite, envueltas en un papel de estraza eran un manjar,
yo nunca me pude pagar una arenca. Nosotros, los críos nos quedábamos mirando
al comensal, y esperábamos si alguno dejaba algo en el plato de loza, no por
necesidad ya que comíamos en casa, sino por probar cosas nuevas y exóticas. Los arrieros compraban fiado y a la vuelta de
sus viajes era cuando pagaban. No había nada de nada, por ello, los vecinos nos
ayudábamos en todo lo que podíamos.
Recuerdo como si fuera hoy mismo que en aquel
cielo cobalto fondeaba siempre una pareja de águilas reales que cuando volaban
bajo para robar algún chivo, su sombra temerosa, pasaba como una flecha
invicta, ilesa, sobrecogedora, sobre los corrales, y es que,
además de la pareja de águilas, había grajos en El Fuerte (cota 950 m.
de altitud), y cerca de la alberca de Casimiro, vivía un viejo cárabo en el
hueco de un jubilado algarrobo centenario de tronco torturado. El cárabo era un
ave rapaz nocturna muy vieja, más grande
que un búho real, de plumaje rojizo y de cara achatada como si se la hubieran
hundido con un golpe de pala. Y por muy extraño que os parezca, hijos míos, era
tan viejo que había aprendido a hablar con voz de guacamayo, para quejarse de
lo mal que tenía la vista y que le trajeran al algarrobo algún roedor. Fue este
viejo cárabo quien contó a los ancianos de Acebumeya el secreto del arco iris
sobre Cerro Lucero (cota 1.779 m. de altitud).
Si al oscurecer la tarde, algunas
parejas de novios se alejaban por la vereda del algarrobo, el cárabo les
interrogaba ¡qué!, ¿adónde vais, litris,
licenciosos? Niño litri era como decir golfo y vicioso. Contaban algunos ancianos que le habían oído
razonar como una persona, y que contó
algunas fábulas muy educadoras y reflexivas, que hemos olvidado para siempre. Existía en Acebumeya un manantial que salía
de entre las rocas de mármol con el agua más fría y pura del mundo ecuóreo,
y tan transparente como la inocencia de
mis vecinos o como el mejor de los regalos posibles.
Decían los viejos que junto a la
fuente-manantial apareció inexplicablemente una sirena de tamaño humano, otros
dijeron que era como un delfín, por eso al principio le llamaban la Fuente de
la Sirena. Alguien dejó preñada a la sirena y nadie sabía ni cómo ni por dónde.
Luego la sirena se marchó con el embarazo, y nada más se supo de ella, aunque
el mar de Nerja está a unos 15 kilómetros al sur, por allí estará su hijo
nadando y dando coletazos como un ballenato.
En Acebumeya había una aguja de reloj de sol que indicaba a las abejas el
camino hacia las flores abiertas y deseosas de libaciones angelicales, aquí
abundaban romeros, tomillos, lavanda, abulagas de bellas flores de amarillo
cadmio y demás flora propia del Mediterráneo, como adelfas, cantuesos o
esparto. Lo peor que llevábamos eran las
malditas y hambrientas moscas en el calor del verano y las más agresivas eran
las verdes de las cuadras, también abundaban las avispas y los abejorros negros zumbones. Y qué decir de las
ensordecedoras chicharras, había una o dos en cada pino, en cada olivo, en cada higuera,
en cada granado, en cada almencino o en cada algarrobo. Cuando te acercabas a
los árboles se callaban como criadas sorprendidas, luego cuando notaban que te
habías ido volvían a chismorrear descaradamente. Por la noche, cuando la luna
galopaba por los lomos de la sierra, y cuando las chicharras se callaban
aparecían los grillos con su kri, kri, kri, kri…, como si mandaran callar el croar de alguna rana en la alberca comunal
de riegos de los bancales, de vez en cuando ladraba algún perro o se escucha el
llorar de algún bebé.
En los años de mi nacimiento en
1920 mi aldea tenía abancalada toda la vaguada a la solana, los balates de
piedra suelta se iban reconstruyendo constantemente, sobre todo después de
alguna tormenta, pues tenía escalones laterales para subir de unos a
otros. En la aldea de Acebumeya nací y reventé
mi infancia y juventud trabajando con mi padre, hasta que llegó la maldita
guerra civil y me liberé de sus delirantes celos de padre-patrón. Me liberé de
la autoridad dictatorial de mi padre, pero con dieciocho años caí bajo la
autoridad militar de los nacionales, porque me llamaron a filas para hacer el
servicio militar, pues ya hacía casi dos años que Franco había tomado Málaga.
En aquellos tiempos si no acatabas su autoridad ya sabías lo que te pasaba la
cárcel o el paredón. Para celebrar que
mis quintos nos íbamos al servicio militar a finales de 1938, organizamos
Plácido Martínez, Darío Platero y yo un arroz caldoso con unos gallos de
corral, que tras los vinos acabamos en fiesta y baile al son de la guitarra. Lo pasamos muy bien.
Los primeros rayos de sol no
llegaban a Acebumeya hasta por lo menos las doce de la mañana en invierno, porque
estaba situada en lo hondo de un barranco rodeada y encajonada entre los altos
cerros como El Fuerte y Cerro Verde con pinos carrascos (pinus halepensis), tejos, encinas, matorral, bojales, acebuchones…,
pues antiguamente entre leñadores y carboneros tenían la sierra esquilmada,
puesto que la leña era el combustible de los hogares y también para alimentar
las calderas del Ingenio de Azúcar de Frigiliana de La Torre que consumían madera. Los de La Torre habían comprado unas 2.500 hectáreas de la Sierra de Almijara
en los años 30 al Conde de Frigiliana (Fernán Núñez que la vendió para casar a
un hijo en París, pero no los títulos). El I conde se Frigiliana
fue don Íñigo Manrique de Lara le sería concedido por un privilegio de Felipe
IV el 31 de marzo de 1630 que era un
biznieto homónimo del Señor de Frigiliana Iñigo Manrique de Lara, de donde era
alcaide de Málaga en 1608. Se casó con Margarita de Menezes Sousa, hija del
Gobernador del Brasil y tuvieron cinco hijos. II conde de Frigiliana fue Rodrigo Manuel Manrique de Lara (1638-1717), un militar y hombre
de estado español. El Rey Felipe V le
había nombrado gobernador del Consejo de Indias y ejerció este cargo hasta su
muerte.
Porque,
aunque no lo creáis, hijos míos, estas
tierras fueron condado. Como la Sierra de Almijara era propiedad de los condes,
para todas las labores forestal o de caza había que obtener permisos y
autorizaciones, y para vigilar y hacer que se cumpliera había varios guardas y
la Guardia Civil.
En
Acebumeya hubo varias maestras: Doña Emilia, Doña Dolores, Doña Ana y Doña
Cristina. Hubo escuela en una casa que dejó Baldomero el pedáneo apodado el Obispo
al Ayuntamiento de Cómpeta. Luego en la II República vino otra maestra, que
estuvo hasta finalizar la guerra.
Hoy, el 21 de mayo de 2013, observo
que mi aldea de Acebumeya ha resurgido de sus cenizas como el ave Fénix. La
única y empinada calle sigue empedrada con los antiguos cantos rodados como
dados de un juego de azar en tiempos de cólera. Las paredes de los caserones en
ruinas en el laberinto de la nada han vuelto a reconstruirse siguiendo la
antigua arquitectura rural del lugar. Hay un bar restaurante con una terraza, y
al final del carril se ha construido una capilla. Si años atrás hubierais
visitado su cadáver en la ingle del valle, en lo hondo del barranco del mismo
nombre, solamente habríais percibido el silencio de los anquilosados muros
desvencijados, las piedras sin memoria, las vigas caídas de madera fagocitadas
que guardan el equilibrio de una manipulada soledad, las hierbas y los
matagallos ocupando los rincones, las viejas chimeneas colgadas, una repisa
rota, los cañizos descosidos, las pencas habían crecido sin control, el
contrafuerte de piedra estaba desconchado
–el que aguantaba la casa que fue de Baldomero, el de la Enciclopedia–, justo al lado, se abría la plazoleta en la
única calle que fue victoriosa encrucijada de tres caminos confluyentes.
He notado un renovar de piedras,
Aurelio Torres, el Obispo,
hijo de un antiguo amigo y vecino Baldomero Torres, (a) Obispo, y Concha Sánchez, hija de Paco
Sánchez ha reconstruido su casa que fue nuestra antigua escuela. Los hijos de
mi hermano Antonio, el de los Corrales,
han reconstruido la casa del mismo nombre que fuera de mi padre. Primitiva y
Dolorcitas han reconstruido la casa que fuera de mi suegro. Otros propietarios
han hecho lo mismo.
No existía cementerio para llorar la
ausencia de los que se fueron con prisa, siempre en el estribo porque a los
muertos se los llevaban a Cómpeta, Frigiliana o Torrox, según el deseo de sus
familiares. Bien, se subía el ataúd en un mulo o se le llevaba a hombros por
turnos. Al recordar aquellos tiempos
mágicos para mí, –de otro mundo pretérito, el pasado existe pero nunca
el futuro– y abominable para otros, me invade una insoportable tristeza que me
llena de disimuladas lágrimas líquidas nacaradas, aquí nacieron y murieron mis padres, mis abuelos y bisabuelos, e
inolvidables vecinos, cuyas vidas quiero recordar. Ahora, tras mi renacimiento o reencarnación
invisible, se le llame como quiera, tengo la facultad omnisciente de poder
entrar en el recuerdo y volver a oír las conversaciones y hasta los
pensamientos de mis vecinos, y sus historias, que con sumo placer voy a
contaros, donde casas, árboles, rocas y arroyos míos, pueden ser narradores ocasionales
como en las fabulas. Generaciones
enteras nacieron, vivieron y trabajaron de sol a sol en estos laboriosos
bancales y corrales, hubo un glorioso tiempo en que tuvo más de 50 casas y
cerca de 200 vecinos, una escuela, manantial o fuente, alberca y muchos
bancales. Aquí confluían tres caminos para iniciar la
empinada y fatigosa senda de arrieros que unía la costa de la Axarquía con la
rica vega de Granada a través del temible Puerto Blanquillo, de Las Angustias o
Puerto de Frigiliana. ¡Malahaya sea!... tanto trabajo y sacrificio entregado a
desaparecer de los mapas del recuerdo y de la memoria. Me propongo recordar
aquella visita que en junio de 1995 hice aquí junto a toda mi familia.
¿Cuándo fundaron Acebumeya? No se sabe exactamente cuándo, posiblemente en época morisca. Aunque una
fecha inolvidable fue la del 11 de junio de 1569, la
de la guerra del Peñón de Frigiliana y El Fuerte. Aunque no quiero cansaros por
ahora con este trágico episodio histórico. Aunque la época de su mayor esplendor
ocurrió a mediados del S. XIX a primera mitad del XX. La familia más extensa
que tuvo fue la nuestra, la de Los
Simontes (Simones nos llamaban otros)
por un hecho muy curioso que os contaré.
Además de nuestra familia, convivieron los Gurrina, los Federo, los Obispos, los Matuteros, los Botanas y los
Wenceslá y otras y muchos peones temporeros, arrieros, calero y resineros
que pasaron por aquí.
En aquellos años los
niños pasábamos mucho frío porque la moda era la de ir con pantalones cortos y
las piernas al aire, teníamos las rodillas llenas de mataduras y arañazos. La
mortalidad infantil era muy elevada por las pulmonías-
Nota.-
"Acebumeya" en el nombre que le doy a mi Arcadia en la memoria, es el El Acebuchal de Competa, cofre de mi recuerdos de .
Autor Ramón Fernández Palmeral, se publicó en el libro de narrativa "El cazador del arco iris". Amazon 2016