Lugares donde se desarrolla la novela

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Cerro Lucero y Venta Panaderos

martes, 29 de marzo de 2016

La Acebuchal. Un paraíso a la medida

Nació del empeño de unos vecinos de Frigiliana por recuperar un poblado abandonado, pero ahora El Acebuchal empieza a rentabilizar su atractivo turístico
16.08.09 -
Un paraíso a la medida
La reconstrucción de la aldea de El Acebuchal se ha prolongado durante una década. / E. C.
«Es un sitio increíble. Estás cerca de la ciudad, pero aislado a la vez. Aquí desconectas por completo. Es magnífico para pasar unas vacaciones. Vinimos el año pasado por primera vez y nos encantó». Así explica el veleño Antonio Casas su relación con la aldea de El Acebuchal, en pleno corazón de la Sierra Almijara, y dentro del término municipal de Cómpeta. Abandonada durante cinco décadas, un grupo de vecinos de Frigiliana se ha dedicado con gran esfuerzo desde los años 90 a reconstruir sus cerca de treinta viviendas, convertidas hoy en día en un destino de turismo rural único en la provincia. Un verdadero paraíso a la medida.
«La verdad es que no conocíamos la historia de este sitio, pero es fascinante», confiesa José Francisco Pérez mientras disfruta plácidamente de un baño en la piscina, que en su día fue una alberca que sirvió para regar las huertas y dar de beber al ganado. Este vecino de Alhaurín de la Torre es uno de los cientos de turistas que han elegido este verano esta pequeña aldea axárquica para pasar sus vacaciones. La familia de Antonio García 'El Zumbo', su mujer Virtudes Sánchez, y Aurelio Torres 'El Obispo', son los responsables de esta «aventura y de esta locura» -como a ellos les gusta llamarla- de querer recuperar un viejo poblado abandonado por orden del Franquismo en 1948, con el argumento de que servía de refugio y auxilio para los maquis.
«Fui el último que nació aquí», dice Torres, quien ha reconstruido la antigua escuela y la ha convertido en una acogedora vivienda vacacional. Antonio García, de 31 años, es nieto de nacidos en El Acebuchal, y uno de los que más esfuerzo ha puesto en convertir este poblado en un enclave turístico. «Uf, si me preguntas por dinero, no te puedo decir, porque nunca me he parado a echar cuentas. Sólo te digo que traer la luz desde Cómpeta nos costó casi 90.000 euros hace ya más de cinco años», explica.
Y es que ha sido más de una década de esfuerzos, que hoy día se ven recompensados con un destino que, en plena crisis económica, goza de una gran atractivo turístico. «No nos podemos quejar. Es verdad que es una pena que nos haya pillado en esta época, pero la gente sigue viniendo y reservando, además durante todo el año», cuenta García, quien explica que su familia -su mujer Andrea Moreno y su hermano Sebastián, de 20 años-, también son parte esencial de la aventura. En total, tienen una decena de casas en propiedad, de las que la mitad están en alquiler.
Vivir de la sierra
En todos los casos se trata de pequeñas viviendas, que en su día pertenecieron a antepasados que vivieron y trabajaron sierra. «El esparto, la ganadería de cabras, la resina, y sobre todo el transporte de mercancías, con los conocidos arrieros», comenta el historiador local Adolfo Moyano, quien destaca la importancia estratégica de este enclave, un cruce de caminos en la ruta hacia Granada. «Hace apenas cincuenta años, todo se transportaba en mulo o en burro, por la sierra, atravesando el llamado puerto de Frigiliana», añade.
El Acebuchal, con sus núcleos, el de arriba o alto y el de abajo o bajo, se despobló por orden del régimen franquista a finales de la década de los cuarenta, con el argumento de que sus vecinos ayudaban a la gente de la sierra, a la guerrilla antifranquista, a los maquis. «Todo es mentira, porque aquí nunca se colaboró, aunque claro, que alguna familia, por su cuenta, lo hiciera, no te digo que no...», explica 'El Zumbo', quien a sus 60 años guarda un trágico recuerdo de aquellos años, pues su padre fue asesinado por la Guardia Civil, en el conocido crimen de la Loma de las Vacas, junto a otros dos jóvenes del pueblo, en uno de los pasajes más oscuros de la historia local.
Quien visita hoy esta aldea, difícilmente puede imaginarse como vivían aquí los antepasados de estos vecinos, a no ser que se adentren en el bar-restaurante que regenta la familia García, de cuyas paredes cuelgan decenas de fotos, instantáneas de aquellos difíciles y convulsos años. En este pequeño museo también puede verse el cambio experimentado por el enclave, con sus casas derruidas hasta 1998. «No había nada, sólo escombros. Esto se ha hecho con mucho sacrificio, hormigón, hierros... durante muchos meses, en invierno y en verano», cuenta García, quien explica que el alcalde de Cómpeta en esos años, Leovigildo López, también ayudó mucho, porque «no puso ningún impedimento».
Bodas y bautizos
En la terraza del establecimiento puede disfrutarse de unas espectaculares vistas del entorno En la carta del restaurante pueden degustarse exquisiteces como el jabalí o el cordero, con salsa de almendras. El enclave es un lugar ideal para descansar y conocer la Sierra Almijara, con rutas a pie o en bicicleta. Pero El Acebuchal es todo esto y mucho más, pues la familia García ha construido una ermita, en honor de San Antonio de Padua, en la que en los últimos meses se han celebrado una boda y dos bautizos.
«Vino el cura de Frigiliana para el enlace de una pareja de Granada que vive en Nerja», cuenta García, quien explica que la idea de construir la ermita le surgió en un viaje a Andorra. «En el pueblo sólo había una pequeña capilla, en honor de San Juan, que es digamos el patrón, y con el que se celebran las fiestas», explica. En efecto, durante las más de cinco décadas que El Acebuchal ha permanecido 'en silencio', la tradicional celebración ha tenido lugar en el conocido cortijo de El Pino, a unos kilómetros de distancia y dentro del término de Frigiliana.
«Cuando inauguramos la ermita, se recuperó la fiesta de San Juan», dice García, quien confía en mantener los buenos niveles de ocupación de las viviendas rurales durante este año. «En invierno el encanto también es muy grande. No sabes lo que a los extranjeros les gusta poner una chimenea», dice. «Organizamos cenas de Navidad. En cualquier época es un sitio muy recomendable», concluye.


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Almijara, caminos y gentes, por Martiló V. Oyonarte

Categoría: Almijara caminos y gentes Escrito por Mariló V. Oyonarte
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 Más allá de las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, hacia el sur, se extiende el mar. A la vista de todos está muy cerca; para comprobarlo no hay más que subir a cualquiera de las cumbres que demarcan el límite de provincia entre Málaga y Granada -la imponente Maroma, el Lucero con su picuda silueta, el redondeado y distante Navachica- o ascender por su sendero a los históricos puertos de montaña de Cómpeta o Frigiliana para toparse al coronarlos, casi de repente, con ese inmenso horizonte azul que es el Mediterráneo.

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Desde el Arroyo de los Colmenarejos

 No podría decir qué margen de estas montañas es más bonito, porque si la parte norte -la granadina- es verde y frondosa, la parte sur -la malagueña-, soleada y aparentemente más árida, tiene a cambio esas preciosas vistas al mar. Es allí donde las enormes lomas almijareñas y sus veredas van cayendo sin tregua desde las alturas más escarpadas hasta hundirse en la misma orilla del mar, formando suaves playas de arena, calas recónditas y vistosos acantilados. Los ríos de esa zona de la sierra -Chíllar, Higuerón, Río Verde, Patamalara, Río de la Miel…- son también, como los de la granadina, transparentes cursos de aguas color turquesa y lechos formados por arena blanca; los mismos de los que proceden las piedras que durante muchos años sirvieron para hacer la cal que dio fama a los pueblos blancos andaluces.

 En ese otro lado de la Almijara -el marinero- las montañas también están salpicadas de antiguas cortijadas que en otros tiempos fueron sitios importantes, ya fuese por su situación estratégica y actividad incesante, como la antaño renombrada Venta de Panaderos, o por la riqueza de sus tierras, como el Cortijo del Daire o el Cortijo del Imán. Y por supuesto, también están sus pueblos: los que componen la Axarquía malagueña, esos primorosos y turísticos conjuntos de casitas blancas asentadas en la falda de los montes con espíritu serrano a la vez que marinero, porque para su subsistencia, hasta la llegada del turismo en masa, sus gentes han dependido desde siempre de la montaña y del mar.

 Hay muchas rutas que franquean Tejeda, Almijara y Alhama desde la provincia de Granada a la de Málaga, siguiendo los ondulantes senderos trazados desde tiempos inmemoriales que comunicaban las dos vertientes de estas montañas, y que cumplían no ya sólo una función económica sino también social, al facilitar el intercambio comercial y cultural entre las poblaciones a un lado y otro de la sierra. Algunas de esas rutas, afortunadamente, vuelven hoy a cobrar vida y a figurar en los mapas gracias al senderismo y montañismo, que toman como guía antiguas sendas como la que va desde Játar a Cómpeta a través del Puerto de Cómpeta, o la que lleva de Fornes a Frigiliana, cruzando el Puerto de Frigiliana.

 Me gusta pensar que Tejeda, Almijara y Alhama no han supuesto nunca una barrera entre los pueblos, sino más bien otra vía de comunicación, más complicadilla quizá, pero también con su propia idiosincrasia.

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Vista de Frigiliana

 Cuando llegué a la Almijara por primera vez mis actuales compañeros de rutas ya la conocían bien; ellos, cada uno a su manera, en solitario o en grupo, llevaban años recorriéndola y dándola a conocer. Con el paso del tiempo -y una vez hechas las excursiones clásicas de estas sierras- nuestros recorridos fueron haciéndose cada vez más largos y complejos, a la par que quisimos saber más sobre las veredas antiguas y la historia de los lugares por los que pasábamos, ya con un interés concreto que iba más allá del mero hecho de andar; un proyecto que esperamos ver pronto convertido en realidad. Gracias a esas incursiones de investigación hemos ido trabando conocimiento, y en algunos casos también amistad, con muchos habitantes de estos lares; entre ellos está el matrimonio formado por Aurelio Torres Sánchez y Rosario Martín Cañedo, que viven en Frigiliana.

 Conocimos a Aurelio el verano de 2013, durante las fiestas anuales de El Acebuchal en honor a San Juan. El ayuntamiento de Frigiliana había organizado en la aldea, como cada año, una misa y un desayuno para los mayores, acto al que acudieron muchos de los primitivos habitantes de El Acebuchal y sus alrededores. Y allá que fuimos nosotros también, pues teníamos interés en hablar con cuantas personas pudiésemos conocer que hubiesen vivido en aquella zona de la Almijara. Ese día se hicieron realidad algunos de nuestros "sueños" al tener la oportunidad de charlar con antiguos vecinos del cortijo del Imán, de la venta de Panaderos, del cortijo del Daire y de la aldea del Acebuchal, entre otros.

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Aurelio Torres, "el obispo"

 Aurelio apareció en escena mientras hablábamos con otra persona; no recuerdo quién nos lo presentó. "Me llamo Aurelio Torres, pero aquí todos me conocen más bien como el obispo, como a mi padre y mi abuelo", nos dijo sonriendo. Cuando supo que buscábamos información sobre aquella parte de la sierra, este hombre vivaz, dicharachero y hablador se ofreció a ayudarnos en el acto. Nos llevó por entre las calles empedradas y cuidadosamente restauradas de la aldea, mientras nos relataba con una memoria asombrosa los nombres de cada uno de los vecinos que habían vivido en las casas por las que íbamos pasando, hasta que llegamos a la que había sido la vivienda de su familia, que está situada en el centro del pueblecito. Todos la conocen por la "casa escuela", pues este fue el único lugar en el que -aunque fue sólo durante diez años- hubo una maestra en El Acebuchal. Nos describió con legítimo orgullo cómo su abuelo levantó esta casita con sus propias manos entre los años 1913 y 1915 -precisamente este verano ha cumplido un siglo en pie, como el Platero y yo de Juan Ramón-. Me llamó la atención su forma de hablar, pues Aurelio cuenta las cosas con un entusiasmo que yo pocas veces he visto en personas de su edad.

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La casa escuela

 Según pudimos saber, el abuelo de nuestro amigo Aurelio era analfabeto y por ello su mayor deseo era que los suyos pudiesen aprender "por lo menos a leer, a escribir y a hacer las cuentas". Así que un buen día se fue al vecino pueblo de Cómpeta, término municipal al que pertenece El Acebuchal, y pidió audiencia con el alcalde para hacerle una firme propuesta: "Alcalde, si usted nos manda una maestra para nuestros niños, yo me comprometo a construir una escuela y una vivienda para ella". En cuanto obtuvo los permisos se puso manos a la obra y no paró hasta que, dos años más tarde, terminó aquella casita de dos plantas con una escalera exterior -la planta superior para las clases y la inferior para el uso particular de la maestra-. Tuvieron que pasar otros dos años hasta que por fin, en 1917, llegó a El Acebuchal la primera maestra rural en la historia de esa aldea. Se llamaba doña Emilia, y trabajó allí hasta 1920, año en que la sustituyó doña Dolores. La nueva educadora enseñó a los niños acebuchareños de 1920 a 1923, y por último llegó doña Ana, que impartió sus clases desde 1923 a 1927, año en que la pequeña y efímera escuela -por distintas circunstancias- cerró definitivamente su única aula.

 Aurelio nació en esa misma casa muchos años después, en 1946. En aquella época El Acebuchal seguía siendo una aldea sencilla cuyos vecinos vivían principalmente del cultivo de sus tierras, de las cabras y del aprovechamiento de los recursos que les ofrecía vivir al pie de la sierra de la Almijara: caza para alimentarse cuando la comida faltaba en las casas, madera para hacer leña y carbón, piedras para fabricar la cal, plantas aromáticas de las que extraer esencias y aceites, esparto con el que confeccionar utensilios… además, cuando llegaba la temporada, los hombres jóvenes y fuertes marchaban a Nerja para cortar la caña de azúcar. El Acebuchal quedaba entonces vacío de hombres, mientras en las casas los esperaban pacientemente las mujeres, los abuelos y los niños.

 Pero desgraciadamente llegaron malos tiempos. Tras la Guerra Civil española aquella zona, al igual que toda la comarca que rodea las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, quedó sumida en el horror que supusieron los enfrentamientos entre la "resistencia maqui" o guerrilla antifranquista y las fuerzas del orden de la época, representadas por la Guardia Civil. La aldea de El Acebuchal quedó, como diría años más tarde el periodista británico David Baird, "entre dos fuegos": los que cruzaban los guerrilleros o "gente de la sierra" que se ocultaba en esas montañas, y los miembros de la Guardia Civil. Tan difícil llegó a ser la situación que en agosto del año 1948 se ordenó a la población de El Acebuchal que abandonase el lugar hasta que cesaran los combates. Todos los habitantes de la aldea tuvieron que dejar sus casas en pocas horas e irse de allí con el tiempo justo de recoger sus animales y enseres más imprescindibles; presas de la desolación se marcharon todos camino de Frigiliana, Cómpeta y otros lugares cercanos donde familiares y amigos les dieron cobijo.

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Una calle de El Acebuchal

 La familia de Aurelio -entonces él era un niño de apenas dos años- también se marchó de allí y se estableció en Cómpeta hasta que todo terminó, en el año 1952. A partir de 1953, muchos acebuchareños fueron volviendo paulatinamente a su pueblecito para retomar sus vidas en el punto en el que las habían dejado cinco años atrás. Arreglaron sus viviendas, recuperaron sus tierras e intentaron seguir adelante, pero la pobreza aumentaba sin remedio en los ambientes rurales y la población se vio obligada a emigrar. Cuando Aurelio cumplió los 18 años también decidió buscarse la vida fuera de El Acebuchal; cumplió el servicio militar entre Almería y Málaga, donde aprendió a leer y a escribir, y a su debido tiempo se casó con una muchacha de Frigiliana: su Rosario, que "era una pimienta, de zalamera y bonita", como él mismo dice. En el año 1964 su familia abandonó definitivamente El Acebuchal; ellos fueron de los últimos que se marcharon.

 Durante los años siguientes y hasta mucho tiempo después, el lugar quedó convertido casi en un pueblo fantasma, cada vez más derruido pero nunca olvidado, hasta que algunos descendientes de los antiguos vecinos se animaron comenzar el lento proceso de restauración de aquel rincón tan querido para ellos. Los pioneros en esta aventura fueron Virtudes Sánchez y su marido, Antonio García "el zumbo" que, basándose en fotografías antiguas y en los recuerdos de sus familiares y conocidos, fueron reconstruyendo poco a poco algunas casas, hasta que finalmente otros vecinos se animaron también y volvieron los ojos a su antiguo lugar. El Acebuchal comenzó poco a poco a emerger de sus ruinas, y con paciencia y mucho trabajo por parte de todos las antiguas calles y placetillas, las casas y hasta la nueva capilla han ido recuperando no ya el aspecto que antes tuvieron, sino otro bastante mejor, renovado y cuidado como debe ser un lugar de descanso: justo en lo que se ha convertido ahora ese paraje.

 Aurelio y su familia también se pusieron manos a la obra y, desde el verano de 2005, la antigua casa escuela vuelve a estar abierta y en uso, sólo que, al igual que muchas otras de las casitas de El Acebuchal, ya no es la vivienda usual de la familia. Ahora se dedica al alquiler para quienes buscan relajarse en una zona tan bonita y bien situada como es aquella -al pie de la montaña y a un paso del mar-, frecuentada hoy no sólo por los descendientes de los acebuchareños, sino también por turistas de todas partes y por multitud de montañeros enamorados de aquellos senderos.

 Parece que fue ayer, pero ha hecho ya dos años que conocemos a Aurelio y a su mujer, Rosario. ¡Cómo pasa el tiempo…! Aurelio, tan servicial y alegre, acompañándonos siempre que puede y animándonos en nuestras investigaciones, no sólo sobre los antiguos caminos almijareños, sino también sobre los nombres de los primitivos cortijos y lugares de interés que están a punto de ser olvidados por el paso del tiempo, así como sobre las gentes que habitaron esos sitios y los hechos que sucedieron allí. Aurelio y su empeño por conservar todo lo antiguo "para que no se pierda", como él dice; que creó el "Museo del Obispo" en uno de sus terrenos de Frigiliana, donde ha ido atesorando durante años desde sencillas colecciones de vasos y loza hasta valiosas fotos antiguas; desde sombreros y vetustos aperos de labranza hasta interesantes documentos sobre la historia de Frigiliana, todo rescatado de los lugares más insospechados. Aurelio y esa generosidad suya que lo ha llevado incluso a mantener, en el lugar donde murió un cazador local por accidente hace casi un siglo -la Cruz de Simón- una fotografía plastificada del finado, para que su memoria no quede sin cara y sin nombre ante quienes pasan por ese lugar.

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Aurelio en la Cruz de Simón

 Sí, hemos conocido buena gente en el entorno de estas sierras; qué suerte la nuestra por tener la oportunidad de tratar con todos ellos. Gracias, Aurelio, por contagiarnos tu entusiasmo de niño y tu afán por evitar que algunas cosas caigan en el olvido. Y gracias por haber compartido con nosotros, que hasta no hace mucho éramos para ti perfectos desconocidos, tantas historias, curiosidades e incluso alguno de los muchos secretos -¿cuántos quedarán aún por revelar…?- que atesora nuestra querida, para ti igual que para nosotros, sierra de la Almijara.

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De izquierda a derecha Mariló, Manolo, Aurelio, Joseíllo, Rosario y M.Carlos
Fotos de Manuel Carlos Luengo Navas.

El Acebuchal: la aldea que el corazón levantó. Por Gema Martínez, Diario Sur de Málaga

El Acebuchal: la aldea que el corazón levantó
En 1948 el régimen de Franco ordenó deshabitar el pueblo. Los descendientes de aquellos moradores lo han rescatado de las ruinas








TIENE Aurelio Torres, 61 años, electricista y nacido en El Acebuchal, una memoria que retiene nombres, apodos, apellidos, parentescos, días, meses y años; y por supuesto todos y cada uno de los acontecimientos que han marcado su vida, con una intensidad narrativa que gusta bajar al detalle. Así que no supone esfuerzo alguno imaginarse la escena que cuenta, aunque se remonte a julio de 1948 y él tuviera entonces dos años: «Estábamos en un terreno mi abuelo y mis tíos. Estábamos en un 'quemao', cortando madera, y empezamos a ver movimiento de los maquis».

 Hay un libro de la historia de la aldea titulado: "La aldea de El Acebuchal". 2016. De los hermanos Vicky y Ramón Fernández. Pedidos 951 40 08 08.

Los maquis o gente de la sierra, que así llama Aurelio a los guerrilleros que continuaron la lucha contra el franquismo una vez terminada la guerra, tenían entonces varios campamentos en la Sierra Tejeda-Almijara, con algunos realmente importantes, como el de cerro Verde, en el que se escondían unas 200 personas. Y desde cerro Verde se veía El Acebuchal; y por eso El Acebuchal, con 37 casas y 150 vecinos, se convirtió para el régimen en una de esas aldeas que había que deshabitar, para evitar que los maquis pudieran conseguir en ellas refugio y comida.

«Hay que irse». Eso dice Aurelio Torres que dijo la Guardia Civil en agosto de ese mismo año: «Y así, sin dar la cartilla del paro ni aviso de conferencia, nos echó. Nos echaron sin derecho a nada». La aldea quedó vacía, abandonada durante años hasta que sus casas se convirtieron en ruinas. La diáspora llevó a la mayoría de sus habitantes a Frigiliana y a Cómpeta, los pueblos más cercanos, aunque muchos terminarían en Barcelona o el País Vasco.

Hacer una locuraEn completa ruina estaba el pueblo cuando Virtudes Sánchez convenció a su marido, Antonio García 'El Zumbo', de que hiciera real la querencia que llevaba en el corazón desde niña y que a él le parecía una auténtica locura: «Se me presentó la oportunidad de comprar una casilla... Se lo dije a mi marido. ¿Tú estás loca! No hay agua, ni luz, ni nada... Y yo decía: bueno, nos vamos, aunque sea con un candilillo».

Fue en 1998. La aldea llevaba deshabitada décadas; las pencas lo inundaban todo, y de las casas apenas si quedaban algunas paredes. Pero compraron. Compraron no sólo porque Virtudes llevaba en el corazón los paseos con su padre por la aldea vacía, sino porque inculcó ese mismo amor a los suyos, y así su marido y sus hijos, con sus propias manos, iniciaron una rehabilitación increíble, que ha traído al presente las antiguas calles empedradas, la pequeña ermita, la antigua casa del alcalde y prácticamente todas las viviendas que había, tal y como fueron, convirtiendo El Acebuchal no sólo en una aldea de nuevo habitada, sino en un reclamo rural al que llegan, mapa en mano, turistas hasta del norte de Escocia.

«Fuimos comprando y empezamos a meterle mano tal y como eran, porque mi idea era que el pueblo se quedara más o menos tal y como yo lo recordaba de niña. Compramos bastantes casas pensando en eso; por el miedo de que otros se metieran y rompieran el entorno», explica la mujer, que lleva ya un año viviendo permanentemente en la aldea de la que se marchó su padre.

Por eso, para que no se rompiera el entorno, todos los cables van subterráneos, sólo hay una antena comunitaria y han tenido en cuenta hasta que los contadores no se oculten en cajas de aluminio y que no haya tampoco puertas de hierro, porque eran de madera las de entonces.

Así que cuando los hijos, y los nietos y los sobrinos de los que de allí se fueron vieron lo que estaba ocurriendo siguieron los pasos de la familia de 'El Zumbo'. En estos momentos hay 32 casas y aunque algunas de ellas eran antiguamente cuadras, la mayoría son casi idénticas a las que había tras la posguerra.

«Tengo fotografía de la rehabilitación casa por casa, desde que pusimos el primer bloque hasta el último. Hemos estado dos o tres años trabajando, utilizando un generador de gasolina. Tuvimos que traer agua potable, porque no había, y mis padres compraron la electricidad, y luego vendieron a cada vecino un punto de luz. Era la única forma de hacerlo. Luego cada vecino puso 3.000 euros y compramos una depuradora». Quien habla es Antonio García, el hijo de Virtudes, el mismo al que su madre le metió la aldea en la añoranza infantil: «Desde que era chiquitito mis padres me inculcaron que me gustara la sierra. Mi madre me traía y me explicaba dónde estaba la calle, dónde la fuente en las que las mujeres venían a coger agua; la alberca donde iban a lavar... Desde chiquitito se me quedó esto en el corazón».

Cinco familiasAntonio y su mujer, que está embarazada de una niña que dirá ser de El Acebuchal, son una de las cinco familias que viven permanentemente en la aldea, hoy en el límite del parque natural Sierra Tejeda y Almijara, en donde, según dice, se vive en la gloria: «Aquí se vive en la gloria. No hay ni un ruido. Si queremos lío, vamos, buscamos lío y nos volvemos».

Por su expresión, en la gloria debe vivir también Patricia, nacida en Bélgica y una de las extranjeras que reside permanentemente en El Acebuchal, en una casa que alquiló al hermano de Aurelio Torres: «Mi casa y la de su hermano eran la antigua escuela del pueblo. Yo me enamoré de esto en cuanto lo vi. Vi el pueblo y ¿ahhh! Un mes después me vine. Viene mucha gente aquí. El bar está lleno hasta en invierno».

El bar del que habla Patricia lo regenta Virtudes y su familia. Dice su hijo que no era esa la intención y que les empujó la propia gente: «Teníamos un restaurante en Frigiliana y sabemos lo esclavo de este negocio, pero la gente nos lo pidió. Hoy, si no reservas un domingo, puede que no tengas sitio».

«Aunque se secara el agua del río la 'mulachín' no faltaré a la palabra, Dolores que por ti di». La copla la recita Aurelio Torres en ese bar, que iba a ser una cochera. Dice el hombre que se la cantaron a su bisabuela,que recibió entonces un curioso consejo de su amiga: «Cásate con él, que me ha enseñado siete duros».

Aurelio Torres, con una memoria que baja al detalle, ha rehabilitado también una casa que era de su abuelo, aunque la ha puesto en venta. De alguna forma, para él ésta es la tercera vez que vuelve a la aldea en la que nació y de la que le echó primero la Guardia Civil y después el hambre.

El primer regresoY es que cuenta Aurelio que años después de la primera diáspora, sin casa y sin trabajo, su padre decidió que la familia volviera a El Acebuchal. Corría 1953 y allí se encontraron las casas deshabitadas, también llenas de pencas, de ratas, de culebras y murciélagos. Asegura Aurelio que un año antes había muerto el último maqui de la zona: «Se llamaba Antonio Sánchez Martín, alias 'El Loma'. El teniente le dio un tiro en el corazón delante de sus dos niñas. Eso es verídico, porque el que acompañaba al teniente lo he tenido yo en mi casa durmiendo, y me lo ha contado», dice.

También asegura que en ese su primer regreso ya se encontró un pueblo muerto: «Pero mi padre podía cortar pinos por la noche, aunque estaba prohibido. Estuvimos un año y pico solos. Luego empezó a venir más gente: Mi padrino Frasco, Antonio, Ana, Dolores, Baldomero... Allí había comida, porque se hacía carbón, cogíamos palma para hacer colchones, y esparto. Sacábamos la esencia de las 'tomillas' y le vendíamos al guarda los piñones para que reforestara».

A principio de los 60 el entonces IARA prohibió tocar los pinos: «Me parece muy bien, pero mi padre, mi abuelo y mis tios hacían carbón y la sierra jamás se quemó». «Nos quedamos sin trabajo -continúa-. La sierra no se pisaba, porque nos multaban». Así que cogieron las tejas, las puertas y todo aquello que podía valer y volvieron a marcharse.

Hoy Virtudes está decidida a quedarse definitivamente allí: «Hemos trabajado muchísimo. La aldea estaba en el suelo toda entera. Donde están esos jardines antes había un 'tiraero' de cabras; había ramas de matas, piedras, pencas... Pero ha merecido la pena. Cuando vienes y la ves... Yo, cuando ya llego a la Cruz Gitana y veo las luces encendidas, tengo bastante».

lunes, 28 de marzo de 2016

Arriero por el camino Real de Granada, por la Ruta de la Miel. Sierra del Alimajara

                                 (Arriero en la Sierra de Almijara. Al fondo del cerro del Cisne, 1502 m.)



Los arrieros, sobre todo los pescateros que se llamaban "corsarios", hacían diariamente la la ruta de ida y vuelta. Acebumecha (Acebumeya) a Fornes y Jayena (Granada). Lo peor era cuando llovía que no tenían ropa de abrigo. La mayoría de los acciddentes era cuando llovía, por la caídas de las acémila: mulos o borricos, casi nunca usaban los caballos.

Para más información leer el libro "El cazador del arco iris", que se anuncia a la derecha.

Frasco, el Botanas, decía "El tiempo que lleve su ritmo, y nosotros el nuestro". Así que no le había caso al tiempo, tanto si llonía como si no llovía, como si hacía frio o carlo, u oscurecía a las 5 de la tarde.

sábado, 26 de marzo de 2016

Arrieros por la Ruta de la Miel, años 30. Sierra del Amijara. "El cazador del arco iris". Novela de Ramón Fernández Palmeral. De venta en AMAZON




28/ Justino Orgaz, único hijo varón del difunto Adriano Orgaz y de Chacha Lola, juró sobre el cuerpo presente de su padre que algún día le vengaría con sangre de los Gabinos, pero no pudo cumplir su venganza porque de joven se murió de una pulmonía, tan sólo podía cumplirse la obligación de la venganza en un varón de sangre materna, en este caso se pasó al hijo ilegítimo de Plácida Orgaz y de Antonio Simón, llamado en realidad Atilano pero de sobrenombre Judas, y así es como se quedó con el horrible apodo. La pulmonía que mató a Justino Orgaz fue, según cuentan, causada por su afición a las apuestas de carreras de mulos por la Ruta de la Miel en la Sierra de Almijara, antiguo camino Real de Granada.
Por ello, conocedor de sus cualidades en el arte de amaestrar mulos de carreras, no dejaba de desafiar apuestas a los arrieros que se encontraba en el camino de Granada. También era aficionado a las apuestas de gallos de pelea. Y su fama, de mejor corredor y, porque no decirlo, reventador de mulos en la Ruta de la Miel sólo era comparable a la de mi primo José Antonio Lara, el Corsario. La verdad es que Justino Orgaz era uno de los jóvenes arrieros de los que poco se podía aprender, era gente bebedora, jugadora, atrevido y sin muchos conocimientos, que siempre hacía lo primero que se le venía a la cabeza. Del reto a una apuesta, nadie se podía sustraer, pues se consideraba una cobardía el rehusarla, el retado tenía obligación de enfrentarse, salvo su descrédito de “hombre que se vestía por los pies”. Un día retó nada más y nada menos que, a mi primo el Corsario, otro babieca como Justino. En las playas de Torrox cogieron una carga de pulpos, robalos (lubinas) y almejas, salieron de madrugaba a las cuatro de la mañana y, empezó a llover, la porfía consistía en que quien llegara antes a los altos del puerto de Las Angustias (1600 metros de altitud) le daba al otro su carga de pulpos y almejas. Tampoco era para tanto. Cuando pasaron por el Molino de Blas el barranco sonaba a aguas nuevas y bravas, por la Acebumeya iban agotadas las mulas, por las cuestas de Piedras Lisas, cerca de Calixto, parecía que Justino adelantaba a el Corsario, pero éste le tiró a las espaldas el cabestro de la mula y le enganchó por el cuello, sin querer, como siempre, una broma mal dada y cayó rodando hasta una poza de agua. Detrás de él le cayó encima el mulo cargada por el barranco. Los dos cayeron al agua, y el mulo prácticamente encima. Empapado de agua y con unas costillas rotas se fue a su casa, se acostó y no se recuperó jamás del enfriamiento, pues le entró una pulmonía.
 El aguardiente se encargó de calentarle y aliviarle los dolores hasta que se murió tosiendo y con la botella en la mano de un coma etílico. Pero Pedro Llana, hijo de Evaristo el Feo, que pasaba por allí lo vio todo, y vio que fue una carrera sucia como todas, y se supo que la caída de Justino se debió a la mala y sucia acción del Corsario, que acabó en la cárcel. Cuando terminamos de contar las hazañas de Justino Orgaz, llegó la hora del reblandeciendo del catre, más bien que cama, para acostarme y poner los ojos en el techo una noche más sobre las redondas vigas de pino atadas con sogas de esparto orientadas siempre de norte a sur; y sin embargo, mi Ramoberto insistía sobre la parte sucia de la vida humana y quería saber si en la Acebumeya hubo madres solteras, como una forma de enredar y buscar lo que en aquellos años no era frecuente...
 Mi mujer interrumpió y dijo que ya estaba bien de viejas historias de gente que no se podían defender, estaba cansada, le cambió el humor y aquí finalizó la actuación dramatizada de una lamentable verdad. Pero yo en la cama con mi insomnio caí en la cuenta de que hubo una madre soltera, sería buena para contársela a mi hijo para mañana por si alguna vez le publican algo de lo que escribe por un editor que confié en él. Aunque hacía tiempo me dijo que más que un editor lo que necesitaba era una agente literario (la mayoría son mujeres), que son quienes consiguen contratos y anticipos de la editoriales, porque éstos confían en ellas, más que en los autores desesperados por publicar a toda costa.

Ramón Fernández Palmeral
Autor de "El cazador del arco iris". venta en AMAZON. Ampliado y corregido.
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Comentario sobre "EL CAZADOR DEL ARCO IRIS" DE RAMÓN FERNÁNDEZ “PALMERAL” , Por Juan Antonio Urbano
     
 Arco Iris, camino mágico, camino de dioses. Itinerario sagrado por el que desciende Iris, la mensajera de Hera, diosa del cielo y mujer de Zeus para hacer llegar a los hombres los mensajes de los dioses.
Al igual que Iris, y utilizando su arco, sendero por el que descendía la hermosa y joven virgen con alas doradas y vestida con su refulgente túnica multicolor para desplazarse desde la morada de las divinidades y del más allá, y atravesando de uno a otro lugar los confines del mundo a la velocidad del viento, con la sutileza de una diosa, así es como un vecino de Acebumeya (Málaga) despierta de la muerte y recuerda a través de varios narradores el tiempo en que sus antepasados  habitaron en ese mágico lugar con la intención de que vuelva a ser recordado y no caiga en el olvido.
Este vecino, el guardia civil José Ramón Fernández, ha regresado y despertado del más allá para traer su propio mensaje y transmitirlo a su hijo Ramoberto, quien cuenta la  historia de ese lugar que el padre le hace traer al presente para que sea recordado.
Acebumeya, localidad transmutada en aldea de ficción por el autor para evitar implicar a los vecinos reales del lugar que realmente se describe y en el que se entra dentro de lo profundo de los seres humanos que allí habitaron de los cuales aún quedan descendientes o testigos de hechos o de familiares que vivieron en primera persona sucesos que aquí se narran.
Algunos momentos de esta obra se ven impregnados los textos de la sensibilidad poética que Palmeral, de su crisol de artista polifacético, extrae con la dignidad y sinceridad de autor con las que es conocido y reconocido por el mundo de artistas que lo rodean. Pues con esta misma sinceridad nos hace llegar en este libro las leyendas creadas, a caballo entre la realidad y la fantasía popular, por las gentes de aquellos tiempos, de aquel lugar…, las supersticiones, prisma ocular con el que se veían y se juzgaban antaño los hechos, y las historias que sucedían en una realidad espaciotemporal de otras épocas en las que habitaban espíritus que podían influir en la propia vida de los habitantes de la zona y que se iban transmitiendo de padres a hijos hasta crear su propio mundo fantástico-real en el que los habitantes creían como creían en su propia razón de la existencia.
Con el trasfondo de los miembros de la familia de los Simontes, se consigue una distraída saga en la que aparecen extraños personajes con anécdotas sorprendentes, propias de gentes ingenuas y, en cierto modo, ignorantes y donde se van introduciendo diferentes tiempos históricos en los que se hace referencia a distintos hechos acaecidos en el lugar o de repercusión en esta región en donde se ubica esta historia narrativa, como pueden ser, la batalla del Peñón de Frigiliana en 1569, la Guerra del Norte de África en la que aparece con nombre propio el héroe de Nador y su desaparición en 1923… la cotidianidad de los maquis y su influencia en los habitantes con los que éstos tenían contactos, así como otros acontecimientos históricos que han ido marcando el pulso de nuestra historia de la España reciente.
Es una obra entre la realidad y la ficción, en la que se crea un mundo que invita al lector a reconocer unos sucesos históricos que el mismo lector ha podido vivir o ha conocido por la experiencia de quienes se los han contado.
El final de este magnífico conglomerado de historias, que como red de afluentes alimenta al río principal de la narración, se cierra con una revelación sorprendente y con la marcha del espíritu del guardia civil que regresa otra vez al más allá, haciendo uso de las radiaciones multicolor que se generan en el arco iris por medio de la energía que proporcionaron los dioses para crear ese formidable nexo de unión entre el cielo y la tierra, eslabón entre su magia y la humanidad, entre la fantasía y el mundo real.
Ramón Fernández “Palmeral” ha sabido conjugar estos elementos para crear esta entrañable experiencia narrativa acercándonos a un mundo de valores como son el respeto y la obediencia a los mayores, la humildad, el temor de Dios y el amor a la Naturaleza, el valor de la palabra dada, etc., que impregnaban a los entrañables personajes que van apareciendo a lo largo de esta saga familiar. Unos valores que primaron en las conciencias, en las vidas, en las costumbres y usos de las gentes de una época que hace tiempo empezó a desaparecer tratando de arrastrar al olvido esos principios que regían la convivencia humana y que hoy en día se están echando en falta.  

                                                                                          Juan Antonio Urbano
                                                                                               Escritor y poeta

                                                                                      Alicante, 26 de marzo de 2016 


Camino de herradura, en la Sierra de Amijara. Ruta de la Miel.
Frigiliana. Torrox, Competa, Nerja, matar, Formes. Granada. Málaga.

sábado, 12 de marzo de 2016

Lance de amor en la Venta Panaderos . 1915. "Novela el cazador del arco iris".

(Ramón Fernández en las ruinas de la Venta Panaderos en 1995. Foto de Aurelio, el Obispo)



14/   Hijos míos, quizás la historia que os voy a contar a continuación os parezca quijotesca, o a lo mejor sucedió de otra manera, no lo sé con certeza, pero en esencia creo que ocurrió de esta forma:

   Sucedió que un lejano día de  caza mayor de 1915,  el marqués de Jayena don Juan Ramoberto cazaba cerca de la Venta Panaderos. Disparó a un macho de cabra hispánica, un ejemplar de majestuosa  corona  real, digno de trofeo, se resistía a morir a causa de aquella estrella fugaz quebrada y asesina que visitó su musculoso y fiero cuerpo,  y tuvo suerte, ya que la herida no era de sombras eternas, le entró por el ijar izquierdo, rompió su pelaje kaki de rey de las sierras, traspasó la piel y la carne fibrosa y roja hasta llegar a la médula del hueso dulce y marfileño. Tras el disparo berreó el animal en lamento de su incomprensible crimen, sacó la lengua de puñales picassianos en actitud de querer vomitar la bala amarga, dobló el cuello y se miró el orificio de la herida carmesí, volcán de fuego rojo, saltó desde los pilares negros de un cortado de peñas, la cornamenta sonó a palo contra palo al darse contra las rocas.  Fue el momento en que el viento con nuevas fuerzas  de agua nívea arreció sobre los pinos que estaban atentos a no perder sus hojas por la nieve, y, como presagio del llanto, se hizo  un sombrero de nubes sobre Cerro Lucero, aparecieron bolsas de agua o lluvia amarilla, llanto de pétalos húmedos sobre la tumba  de los tajos, carbón de encina. La frustrada pieza de caza, mal herida, escapó entre los cortados del vértigo como un peñón que rodara hacia lo hondo del Barranco Mármol. Y al macho montés se le escuchó llorar. Porque las monteses lloran antes de morir al verse la sangre en sus heridas.

   Los prismáticos del secretario ojeador persiguieron inútilmente con sus largos ojos de sabueso al macho montés herido entre jaras y romeros, viéndole descender penosamente por los cortados rompiéndose sus patas de muebles finos, ballestas de tejo, flechas del miedo,  mareos por falta de riego sanguíneo, hasta lograr perderse en huida larga de una maleza encubridora.  La abrupta sierra, los cortados impresionantes, las distancias insalvables, la barrera de romeros erguidos como muralla vegetal hizo absorber la pieza de caza en su seno de naturaleza muerta; por ello el ojeador, Cienojos, desaconsejó al cazador insistir en su captura, se acercaba la noche y la lluvia seguía con idea de cicatrizar la senda y el rastro, al día siguiente, con perros se reiniciaría la captura, lo aconsejable era ir a dormir a la Venta Panaderos para cenar, secarse las ropas y dormir. Después de la lluvia apareció un claro en el cielo y en seguida se montó un bello arco iris, alguien podía subir a los Cielos según la leyenda del cárabo del algarrobo de Acebumeya.

  Mientras Europa se desmoronaba en cañonazos en la I Guerra Mundial por el contrario, en la Sierra de Almijara se revivía la bucólica vida del cazador romántico y la pastora Galatea, la del arriero de abarcas rotas, a reata (se llama ir cogido y a remolque de la cola del animal) de un par de jóvenes mulos de cuatro años, la del  maderero furtivo, la del corsario, la del carbonero y el cabrero. El cazador don Juan Ramoberto (era el primogénito y único heredero de la gran fortuna del fallecido diputado a Cortes, Excelentísimo Señor don Juan Alierta y de las Almenas y marqués de Jayena), era alto y delgado, de nariz aguileña y tímido,  gastaba su juventud alejado de las obligaciones de las fincas en Jayena en el arte de  matar animales cornudos, y…, su rifle era ya una prolongación de sí mismo, leía El Quijote y además, para completar la desgracia de su destino, de niño le cayó en la cabeza una gárgola y no le mató pero sufría de dolores de cabeza y de amnesias temporales, y, por ello tenía en la memoria datos falsos de la realidad, siempre le  acompañaba  un ojeador a modo de antiguo escudero o peón de confianza llamado Frasquito, el Cienojos, que le había puesto su madre como una carabina día y noche, y que por su ignorancia en tratamiento de enfermos mentales lo tenía aún más loco que si hubiese deambulado solo por el mundo.

  Como el cazador acostumbraba a dormir en las cuevas y el Cienojos no quería dormir otra noche más de forma troglodita, le hizo ver que en la alcazaba allí próxima tenían prisionera a una bella dama y que podían ir a rescatarla, la alcazaba no era otra que la Venta Panaderos, y por la fortaleza aparecieron los dos cuando la noche empezaba a vigilar sus caminos. “ La noche se queda sola cuando la sierra se va”, era el estribillo de una canción antigua.  Nada más entrar en la venta,  los venteros, mozas y arrieros, allí presentes, se dieron cuenta  que no debía estar muy sano el cazador por la forma de vestir: pecho con peto de cuero y en bandolera una canana  nueva, cargada de afilados cartuchos metálicos, sombrero de fieltro, pantalón de pana de canutillo y   unos botos de cuero crudo hechos a mano por algún zapatero artesano de Granada. 

   El Cienojos, llevaba  el rifle del amo, de gran calibre y vestía normal con chaqueta de pana y debajo un blusón color pardo con un botón abrochado cerca del cuello, y pantalón zurcido color miel de níspolas. Entraron y pidieron vino del terreno: un moscatel de los  que entra sin saber leer ni escribir y luego sale hecho un abogado, vamos, que se bebieron en dos tragos sin quitarse el sombrero, y sin mirar  a la niña de la venta que se llamaba Doloreta, hija de Miguel el ventero.  Al llegar no se fijaron en ella, la endémica luz amarilla del quinqué de aceite reducía el resplandor al corto espacio del mostrador y media mesa de la izquierda.

    La Venta Panaderos no era muy amplia, pero de construcción inmemorial, gruesos muros de mampostería, los techos inclinados con vigas de pinos lo más tiesos posibles sobre muro maestro, en las  paredes se colgaban grandes fotografías enmarcadas de familiares a los que, debajo, se les ponían manojitos de romero seco y lavanda,  la iluminación interior provenía del rincón de la chimenea en la que, chisporreaba infernal, una  lumbre violeta de cepas, que a la vez daba fuego a una olla de barro ennegrecida que si bien no se le veía su contenido, su olor delataba el bacalao cocido con arroz blanco, y sobre la repisa de la chimenea grande aparecían saleros, calabazas huecas, estampas de santos, cajas de cerillas, un trozo de queso seco y un candil de latón ennegrecido;  al calor de la chimenea se ahumaban unas tripas de chorizos y una ristra de ajos contra el mal de ojo; en el suelo se amontonaban sacos de garbanzos apilados de mala manera, contra la pared la leña desperdigada en un desorden de quien tiene mucho por hacer, butacos u orzas de aceite y unas esteras de esparto.  Detrás del pequeño mostrador, en reservado, cenaba un cabrero con el sombrero puesto hasta las orejas, barba de varios días, olía desde lejos a sueros de cabras, las manos ciclópeas y encallecidas, la roña en las abarcas, no dejaba de dar cucharetazos sobre un plato hondo de  cerámica desconchada, le daba  bocados directamente al pan y sobre la mesa había un montón de pimientos crudos esperaban su turno para ser devorados. Había venido a ver a su suegro y a ver a su hijo Antoñito que tenía uno meses de vida.

  Pero el Cienojos  hizo gestos a los moradores de la venta como diciendo que le siguieran el juego a su acompañante, pues no estaba muy bien de la cabeza y, además, quien le llevara la contraria se convertía inmediatamente en un enemigo suyo, pidió que les llenaran otra vez los vasos y trajeran algo que les quitara el hambre,  mientras ayudaba a su amo don Juan Ramoberto, a quitarle las cananas y buscaba el respaldo de una silla baja desocupada para secarle junto al calor de la chimenea, porque hacía más frío que cuando se murió Zabundio. Que yo nunca me enteré de quién era Zabundio, ni nadie en kilómetros a la redonda llevaba ese horrible nombre. Con tantas cananas y correajes parecía un romano y de ello, se reían todas las mujeres, y algún joven arriero también. 

Autor Ramón Fernández Palmeral