Las casas en la ladera de Acebumeya eran unas 50,
pequeñas construcciones de adobe, que se componían de planta baja donde estaba
el comedor y la cocina, espacio que a la vez se convertía por la noche en dormitorio,
y en el primer piso estaba la llamada cámara que lo mismo servía para poner
una cama como para almacenar cebollas,
ristras de ajos, patatas o mazorcas de maíz, según la época. La cocina era un poyete en el comedor donde
ardía la leña y las cepas secas de la vid, bajo una chimenea o “chupahumos”, en
las ascuas se ponían las estrébede o
trébedes de hierro y encima de ellas la olla. Al lado estaban los cacharos de
aluminio colgados en la pared, la cantarera con dos cántaros grandes de agua y
un botijo, esto era todo el hogar, aquí, en mis tiempos de juventud nunca
llegaron ni la electricidad, ni el teléfono. La luz interior era producida por
candiles de hierro negro que usaban como combustible aceite de oliva usado con
una torcida de algodón o un trozo de tela, antes de que llegaran los candiles
de petróleo o el camping gas. La luz era de un pobre amarillo casi lastimero.
Había dos tabernas a las que llamábamos
ventas donde vendían aguardiente, vino del terreno, tabaco y alguna longaniza
más seca que las suelas de unas albarcas –que es como se dice aquí y no
abarcas– y comprar pan. De vez en
cuando, aparecían algunos cazadores forasteros, y como éstos pagaban al contado
les ponía algunas tapas de choto frito, o algunas arencas que brillaban como el
cobre pulido con pan y aceite, envueltas en un papel de estraza eran un manjar,
yo nunca me pude pagar una arenca. Nosotros, los críos nos quedábamos mirando
al comensal, y esperábamos si alguno dejaba algo en el plato de loza, no por
necesidad ya que comíamos en casa, sino por probar cosas nuevas y exóticas. Los arrieros compraban fiado y a la vuelta de
sus viajes era cuando pagaban. No había nada de nada, por ello, los vecinos nos
ayudábamos en todo lo que podíamos.
Recuerdo como si fuera hoy mismo que en aquel
cielo cobalto fondeaba siempre una pareja de águilas reales que cuando volaban
bajo para robar algún chivo, su sombra temerosa, pasaba como una flecha
invicta, ilesa, sobrecogedora, sobre los corrales, y es que,
además de la pareja de águilas, había grajos en El Fuerte (cota 950 m.
de altitud), y cerca de la alberca de Casimiro, vivía un viejo cárabo en el
hueco de un jubilado algarrobo centenario de tronco torturado. El cárabo era un
ave rapaz nocturna muy vieja, más grande
que un búho real, de plumaje rojizo y de cara achatada como si se la hubieran
hundido con un golpe de pala. Y por muy extraño que os parezca, hijos míos, era
tan viejo que había aprendido a hablar con voz de guacamayo, para quejarse de
lo mal que tenía la vista y que le trajeran al algarrobo algún roedor. Fue este
viejo cárabo quien contó a los ancianos de Acebumeya el secreto del arco iris
sobre Cerro Lucero (cota 1.779 m. de altitud).
Si al oscurecer la tarde, algunas parejas de
novios se alejaban por la vereda del algarrobo, el cárabo les interrogaba ¡qué!, ¿adónde vais, litris, licenciosos?
Niño litri era como decir golfo y vicioso.
Contaban algunos ancianos que le habían oído razonar como una persona, y
que contó algunas fábulas muy educadoras
y reflexivas, que hemos olvidado para siempre.
Existía en Acebumeya un manantial que salía de entre las rocas de mármol
con el agua más fría y pura del mundo ecuóreo, y tan transparente como la inocencia de mis
vecinos o como el mejor de los regalos posibles.
Decían los viejos que junto a la
fuente-manantial apareció inexplicablemente una sirena de tamaño humano, otros
dijeron que era como un delfín, por eso al principio le llamaban la Fuente de
la Sirena. Alguien dejó preñada a la sirena y nadie sabía ni cómo ni por dónde.
Luego la sirena se marchó con el embarazo, y nada más se supo de ella, aunque
el mar de Nerja está a unos 15 kilómetros al sur, por allí estará su hijo
nadando y dando coletazos como un ballenato.
En Acebumeya había una aguja de reloj
de sol que indicaba a las abejas el camino hacia las flores abiertas y deseosas
de libaciones angelicales, aquí abundaban romeros, tomillos, lavanda, abulagas
de bellas flores de amarillo cadmio y demás flora propia del Mediterráneo, como
adelfas, cantuesos o esparto. Lo peor
que llevábamos eran las malditas y hambrientas moscas en el calor del verano y
las más agresivas eran las verdes de las cuadras, también abundaban las avispas
y los abejorros negros zumbones. Y qué
decir de las ensordecedoras chicharras, había una o dos en cada pino, en cada olivo, en cada higuera,
en cada granado, en cada almencino o en cada algarrobo. Cuando te acercabas a
los árboles se callaban como criadas sorprendidas, luego cuando notaban que te
habías ido volvían a chismorrear descaradamente. Por la noche, cuando la luna
galopaba por los lomos de la sierra, y cuando las chicharras se callaban
aparecían los grillos con su kri, kri, kri, kri…, como si mandaran callar el croar de alguna rana en la alberca comunal
de riegos de los bancales, de vez en cuando ladraba algún perro o se escucha el
llorar de algún bebé.
En los años de mi nacimiento en 1920 mi
aldea tenía abancalada toda la vaguada a la solana, los balates de piedra
suelta se iban reconstruyendo constantemente, sobre todo después de alguna
tormenta, pues tenía escalones laterales para subir de unos a otros. En la aldea de Acebumeya nací y reventé mi
infancia y juventud trabajando con mi padre, hasta que llegó la maldita guerra
civil y me liberé de sus delirantes celos de padre-patrón. Me liberé de la
autoridad dictatorial de mi padre, pero con dieciocho años caí bajo la
autoridad militar de los nacionales, porque me llamaron a filas para hacer el
servicio militar obligatorio, pues ya hacía casi dos años que Franco había
tomado Málaga..Y hata aquí puedo llegare "El caazador del arco iris" novela de Ramón Fernández Palmeral. Puiblicada en Amazón
https://goo.gl/mYE56w
No hay comentarios:
Publicar un comentario