Capítulo 57 de la novela "El cazador del arco iris", de Ramón Fernández Palmeral, de venta en AMAZON
57/ Lo que te
voy a contar, hijo, es una historia patética, como todas aquellas que hablan
sobre el sacrificio y el cumplimiento del deber. Ocurrió después de la época de maquis. Una
tarde de invierno con nieve por el Collado de La Guarra, nombre dado por mi
familia porque allí fue donde se le murió una marrana de diez arrobas a mi
abuelo cuando yo la llevaba andando por
la Ruta de la Miel hacia la Acebumeya de Abajo. Resultó que el cabo comandante de Puesto de
la Guardia Civil de Frigiliana, con galones rojos (recién salido de la Academia
de Cabos), salió con un guardia auxiliar
en servicio de correrías de cuatro días seguidos con cartera de caminos,
fusil en bandolera y sus capas largas bajo lo tricornios con barbuquejo. Llevaban una papeleta de Correrías, lo cual suponía una orden escrita. Una de las presentaciones era precisamente en
el Collado de la Guarra. Una presentación que se había puesto el propio cabo y no
podía cambiar, porque estaba anotada en el libro del servicios.
Desde
allí salía un camino para la aldea de Acebumeya y otro para Cebollero y Tajo
del Cielo –unos riscos donde los grajos tenían sus nidos–. En aquel punto tenían los guardias tres horas
de apostadero de cinco a ocho de la tarde, un servicio rutinario, sin grandes
pretensiones puesto que por allí con aquel tiempo invernal no iba a pasar nadie, además el
asunto de los maquis hacía unos años que se había terminado. Era un servicio de
correrías para control y registro de arrieros estraperlistas.
Cuando llevaban en ese cruce una media hora, el viento del norte empezó
a ponerse bravo, el guardia auxiliar de pareja, le insinuó al cabo que la tarde
se iba a poner muy mala si no se marchaban de allí a buscar refugio seguro a
otra parte. Pero el cabo, que era muy
militar y muy cabezón y disciplinado, le dijo que allí había una presentación de tres horas, y
no añadió ni una palabra más. Unos
vientos empezaron a remover la nieve, y los cerros del Cisne ya ni se veían. Los
pinos y los acebos de la Cruz Simón, se cimbreaban en una locura de aviso, un
olor a humedad penetraba por el tapabocas, la oscuridad avanzaba con su manto
de noche, la cara, las manos y los pies se les estaban quedando como lomos de
bacalao congelado. Unos extraños ruidos,
que no era otra cosa, sino el crujir de nieves en los altos cerros, el crujir
del cielo, parecía un mal presagio, se presentía una tormenta de nieve
peligrosa, el guardia de segunda le volvió a insistir para que se refugiaran en
un caserío abandonado a unos quinientos metros del lugar llamado de Calixto,
refugiados podrían resistir la ventisca; pero tan sólo había un inconveniente:
la papeleta de servicio decía que allí había que estar tres horas de
presentación y todavía faltaba dos horas y media para abandonar el punto. Pero muy bien se puedo hacer una providencia
de salvedad en la papeleta no quiso hacerla.
El cabo no quiso hacer salvedad en la papeleta para salir de aquella
encrucijada de muerte que cada vez arreciaba más de una forma peligrosa. Venían
ya por el aire hojas de pinos como agujas ensartadas en hilos de látigos, como
si hubieran sido segadas por una mano de hielo, el aliento de la montaña traía
una ventisca, la oscuridad hacía su aparición sigilosa, los dos guardias
civiles aguardaban asustados por dentro, pero no se movían de su puesto absurdo. El guardia temía lo peor y no podía escapar
de allí o salir corriendo, porque no tenía permiso de su cabo para ausentarse
ni ante una congelación segura. El cabo
tenía un carácter serio y no se casaba con nadie, le llamaban de apodo El Picaduras porque fumaba más que un
portugués, y que cumpliría la papeleta autonombrada a reglamento, pero ningún
mando le exigiría que la llevara a un término tan extremo ante un peligro
personal evidentemente. Pero en el
espíritu de este hombre estaba el convencimiento moral de que sí él no era
capaz de soportar los rigores del servicio autonombrado, tampoco podía exigir a
sus hombres que se expusieran al peligro y dificultades de los servicios
ordenados por él mismo.
La ventisca se puso con pinturas blancas de guerra fría y los dos
servidores del orden público se quedaron allí, quietos y, con mucho esfuerzo,
firmes. Poco a poco iban siendo
enterrados por la nieve, el viento y el aire, a diez pasos de distancia uno del
otro como dicen las ordenanzas y la Cartilla de Ahumada. Y allí se quedaron como dos estatuas de sal
sin haber intentado siquiera mirar atrás, pero cumpliendo. Los encontró un
arriero, estaban medio congelados de frío, éste le dio a beber unos tragos de
aguardiente. Se habían pasado de las tres horas de presentación, pero es que ya
no se podían mover. Reanimado el cabo, éste le registró la carga del arriero y
al ver que eran dos garrafas de aguardiente sin precinto de circulación de
alcoholes, le puso una multa y le confiscó la carga. El arriero no estaba en el
mejor lugar para protestar, dio su filiación y hubo de llevar la carga
confiscada al cuartel de Frigiliana.
Hoy día
el Collado de la Guarra se llama Collado
de los Civiles, por aquellos tontos servidores de la Patria que no supieron ser
flexibles ni agradecidos, ni tuvieron capacidad de decisión propia ante una
situación compleja. Decidir, o no decidir, esa es la cuestión. ¿Qué es más elevado
para el espíritu, sufrir los golpes y dardos de la insultante fortuna o tomar
armas contra el piélago de calamidades y, haciéndoles frente, acabar con ellas? Que escribiera el escritor inglés. De esta forma, si
les hubieran perecido, le hubieran echado la culpa a la orden de la papeleta
que habían cumplido fielmente. La obediencia debida tiene unos límites.
En esta vida te puedes encontra a algunos guardias civil que son unos gilipollas y no saben ser agradecidos.
En esta vida te puedes encontra a algunos guardias civil que son unos gilipollas y no saben ser agradecidos.
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