2/ Mi madre era una mujer de las
denominadas bondadosas, se llamaba
Doloreta, la de Panaderos o Doloreta la
de Ana, pues las mujeres llevaban el nombre de la madre. Era una mujer de buen lustre, morena,
alta y delgada porque en aquel tiempo no existía mujer redonda no ya porque
hubiera que ir a lavar a mano al arroyo
con un canasto de ropas a la cabeza, sino porque se comía lo justo y necesario
para subsistir, tenían manos campesinas, el pelo recogido en un cómodo moño que
relucía del vinagre y se asentaba con limón, y su rostro se caracterizaba por
un gracioso lunar gordote en su mejilla izquierda con un pelo en el centro,
orientado a la derecha si es uno el que mira, una especie de marca familiar que
hemos ido heredando, yo también llevo
ese estigma en la cara y mi hijo mayor Ramoberto también. Mi madre (que además
era mi tía, ya os lo explicaré) tenía la nariz y la fisonomía de las moriscas, nadie
dudaba de su parecido con las moras, pero toda costumbre mahometana se había
perdido en Acebumeya. Cuando fue joven lucía su belleza de ojos negros en tez morena,
tuvo un pretendiente de mucha nobleza y si no se casaron, fue porque él tenía
el síndrome de Don Quijote: la locura. La recuerdo vestida casi siempre de
negro y como abrigo usaba una toquilla del mismo color por encima de los
hombros. Usaba velo, medias y alpargatas negras.
Ella era muy
religiosa y su alcoba parecía un santuario lleno de mariposas de aceite y de
estampas de Santos y Vírgenes, y cuadros de difuntos. Era dueña de un
generoso corazón, sobre todo con los
vecinos a los que no le negaba un favor, primero los vecinos y luego los demás,
se dejaba llevar más por las supersticiones
que por su propio instinto, y cumplía a rajatabla los rituales de
echarse la sal a la espalda antes de salir a la calle, que no le faltara su
ristra de ajos en la chimenea, que si los gatos negros daban mala suerte, que
si las tijeras abiertas, que si el espejo roto, que lo de no pisar con el pie
izquierdo al saltar de la cama, rezarle a San Onofre antes de salir de casa,
santiguarse antes de cocer el pan en el horno de leña para que saliera bien, o
al pasar por delante de la ermita. O hacer mandas a los Santos y Vírgenes, que
consiste en rezarle mucho para que te concedan una petición. Se hacía siempre
una serie de rituales sin los cuales no
podía moverse o salir del cortijo. Era analfabeta, pero no conocía la pereza,
sino que era diligente, una de sus grandes virtudes, cuando se levantaba mi
padre, ella se levantaba detrás para
encender el fuego y hacerle el desayuno. Era muy buena cocinera, sus trucos
culinarios los había aprendido cuando estuvo con sus padres en la Venta Panaderos.
Freía las mejores berenjenas crujientes
del lugar, cortaba las berenjenas en rodajas y las metía en agua para lavarlas y luego las secaba dejándolas
entre dos paños de tela hasta que se quedaban sin agua, luego las
rebozaba en una gachuela de harina
(mezcla de agua con harina y perejil) y a freírlas con aceite de oliva bien
caliente (aceite de nuestros olivos). Había heredado la esencia de la cocina
mediterránea: poca carne y muchas verduras, hortalizas, frutas y aceite de
oliva, migas o papas con tomates y cebollas, sin faltar en sus guisos un
refrito de ajos y almendras. Era muy buena cocinera en una docena de platos y
algunos inventados por ella como el pisto con bacalao. Sabía hacer roscos de
vino y buñuelos en la Pascua, era seguidora de las vigilias y de las cuaresmas.
Menos mal, que ya no se llevaba lo de hacer el Ramadán musulmán. Puedo recordar
que además de los repobladores cristianos, había una familia de origen morisco,
como mi primo segundo Arcadio Fernández,
que poco antes de morir gritó: ¡por Alá!, y se murió tan a gusto. Le
encontraron algunos libros antiguos escritos en árabe, que nadie supo de qué
trataban.
La primera tunda
que me concedió mi madre, o sea, que me dio mi madre en condiciones, me la
propinó por no tomarme en serio sus advertencias de no ir a la alberca a bañarme, todavía la puedo
recordar perfectamente, fue una vez que fuimos mi prima Ana la de Emilia y
yo a la alberca, teníamos la misma edad unos seis o siete
años. Desnudo como estábamos me llevó a
“apargatazos” (que es como se decía darte con la suela de goma de las
alpargatas de tela blanca), uno tras otro, hasta el cortijo de Los Corrales, me dejó marcado en la piel el dibujo de la suela y hasta el número que
calzaba.
Otra vez me dijo tu padre quiere hablar contigo, te espera en
la ermita Asunción, fui y hablé con él o mejor dicho él habló conmigo muy
en serio, cuando regresé me preguntó mi madre qué era lo que me había dicho mi
padre, le di una mala contestación, y ya con catorce años me arreó su última
bofetada. La verdad, es que con tantos hijos le dábamos mucho trabajo a mi
madre, nos juntábamos quince personas.
A los niños nos
enseñaban a creer que éramos más valiosos que las niñas, y que si eran guapas
se casarían pronto, de lo contrario a vestir santos. Nos decían que las niñas eran de cristal, si
se las tocaba se rompían, con esta máxima estaba prohibido "tocarlas"
siquiera.
Mi tía Consuelo,
que vivía con nosotros, era la penúltima de las hermanas de mi madre, era muy
limpia y quisquillosa, no permitía niños cerca de ella porque le ensuciábamos
su delantal blanco inmaculado con puntilla bordada, era algo retrasadilla desde
que le dio una meningitis con diez años, pero buena como un ángel, le hacíamos
mucho de rabiar, pero la queríamos
mucho, y era tan curiosa que cuando iba a Frigiliana a ver a su hermana Carmen, que se había casado en
Agrón con Manuel Vacas, barbero y zapatero, al llegar al Santo Cristo se
cambiaba el velo negro polvoriento por uno nuevo, las alpargatas polvorientas
del viaje por otras nuevas que llevaba en una talega de tela, este era el bolso de las mujeres: una talega
bordada con algún jilguero o unas flores, puesto que todas la mujeres conocían el arte del bordado con
hilos de sedas, el encaje de bolillos, el croché, ganchillo o el punto de cruz,
labores que se convertían en trabajos remunerados cuando bordaban grandes velos
o mantillas por encargo. Si yo le daba alguna broma, ella se ponía a
llorar y a gritar: ¡Joseíco me ha pegao!,
así podían pasar horas y horas, y hasta que no veía que mi madre hacía
justicia en mí, y me daba un par de golpes para contentarla, ella no se
callaba, era una chivata, el sentido de
la justicia lo tenía muy elevado, casi paranoico. Aunque yo ya estaba
acostumbrado a recibir leña. Todas las bofetadas que se perdían en casa me las
llevaba yo. Ella tenía un gorrión que había criado desde “gurripato” que andaba
suelto en el cortijo, dormía en una cajita de cartón colgada de la pared, le
prestaba más atención al gorrión que a las personas, la cuestión es que el
gorrión también se dejaba acariciar por su mano y se hacía el muerto cuando se
le ponía boca arriba (peculiaridad que tienen casi todas la aves, que cuando se
les pone boca arriba se quedan quietas, paralizadas o asustadas). Otras veces y
soltaba un pío, pío, pío..., a modo de alarma cuando notaba la presencia de
algún extraño. Un día, por la Pascua, se murió el gorrión sin saber por qué,
pero parece ser que se comió la matalahúva ingrediente de los roscos de vino
que picó del suelo. Porque mi madre y mis hermanas, una vez al año, habían
roscos de vino y pestiños fritos y garrapiñadas de almendras.
Mis hermanas eran
todas muy guapas y muy presumidas, y como eran muy morenas casi siempre se
protegían del sol con pañuelos o sombreros para las tareas del campo y los
viajes al pueblo, de esta forma evitaban el bronceado solar, que no estaba bien
visto. La moda era la tez blanca y empolvada. El moreno de la mujer era señal de campesina,
que ninguna quería parecerlo. Y ya sabemos de lo presumidas que son las mujeres
mocitas y no tan mocitas.
A las novias de
mis hermanos y a la mía, mi madre les hacía siempre la prueba de pelar papas,
las dejaba que las pelaran, si las pelaban con mucha carne de papa pegada a la
piel decía que eran unas derrochonas, pero ni las pelaban finas decían que eran
ahorradoras. Se lo advertí a mi novia, y las peló muy finas como el papel de
fumar. Esto de pelar papas con mucha carne o quitarle mucha cantidad de corteza
al queso, tenía mucha importancia para mi madre, pues decía que esta forma de
pelar podía costar un divorcio de tanto discutir del asunto. También, sin que
las novias se dieran cuenta, les dada con la paleta de hierro de las migas, el
llamado “golpe de la suegra”, en el codo, y según le doliera así querrían o no a
su futura suegra. Además, mi madre tenía
muchas supersticiones, y tenía que hacer varias oraciones o maniobras para
librarse de los maleficios y del mal de ojo de otras personas, sobre todo evitar
que las viejas miraran o besaran a los bebés, ya que éstos se podían morir de
una diarrea o de un resfriado con pulmonía. Decía que algunas viejas podían ser
brujas disfrazadas... (Sigue)
NOVELA: "EL CAZADOR DEL ARCO IRIS".
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