La cerda se murió de un infarto en la Ruta de la Miel, viniendo de Venta Panaderos a Acebumeya, se quedó panza arriba con los ojos abiertos y echando
espuma por la boca por el cruce de
caminos hacia Piedra Escrita, collado que se bautizó después como Collado de la
Guarra. Mi abuela Ana Acosta, la Sabia, de la familia de “Los
Pantorrilla” de Cómpeta, se puso a echarle agua sobre el cuerpo sin vida de la
marrana (cerda o guarra), creyendo que podía hacerle algún milagro como hacía con los
polluelos de gallinas que, cuando se morían de calor, los metía en agua fría y resucitaban. Mi abuela,
que era la única capaz de pensar, en un momento quiso salvar las carnes del
delicioso cadáver, sabía que el calor y la falta de unas condiciones de
conservación iban a pudrir la carne, en
un momento sobrevolaron dos buitres
carroñeros, lo que a su vez iba a atraer a los grajos negros de las cárcavas de Rajas Negras. Llegaron una banda de buitres calvos, llegaron en vuelo rasante y la
pelea entre ellos sería casi mitológica, yo lo apedreaba con la honda,
no estaba la vida como para perder diez arrobas de carne de la marrana asfixiada.
Como un Prometeo mitológico me puse a apedrear con la honda la bandada
de buitres, cinco o seis, hasta que
logré espantarlos. Mi abuelo no se cortó
y siguió los consejos de su mujer, decidió hacer allí mismo, en la sierra, al
borde de la Ruta de la Miel, la urgente matanza, lo organizó todo como un sargento
de Intendencia. Mandó al tío Emilio a avisar a los familiares y vecinos de
Acebumeya para que trajeran todo tipo de sartenes y peroles, así como cebollas,
especias y mucha sal para conservar las carnes.
Había que actuar rápido pues el excesivo calor del verano podía
estropear la carne. Las moscas acudieron
como salidas de una colmena, detrás de ellas venían las avispas y algún abejorro. Caliente todavía la guarra la desangró con
una faca allí mismo por encima del hueso del esternón hasta llegar al puño del
corazón, momento en que como un surtidor salió la sangre diluida, sin poder
tener un recipiente a mano para recogerla y removerla dejó que se uniera al
arroyo, se había perdido un plato rico, la sangre frita con cebollas, luego
roció el cuerpo de rastrojos secos y le prendió fuego para quemarle las cerdas,
el olor a quemado me hacía vomitar, luego se puso a calentar agua, el agua
caliente para escalda la piel. Buscó una rama larga que le llamaba la ballesta
y lo ató separándole las patas traseras,
tomó una soga de tres cabos de esparto majado que llevaba la mula y ató a la
guarra por el palo ballesta, pasó la soga por la rama gruesa de un hermoso pino
y ató el otro extremo e izó a la guarra muerta colgándola del pino boca abajo, estaba
dispuesta para ser despedazada. La marrana no había muerto por una enfermedad
sino por asfixia y su obesidad y el calor de agosto, cerca de Piedra Escrita
(una gran piedra que parecía como puesta allí adrede, y que tenía unos signos
raros antiguos esculpidos en la piedra).
La imaginación es hija del hambre y sobrina de la necesidad. Lo primero
que hizo fue abrirla con un hacha de mano en canal desde la ristra de ubres, pasando
por medio de los pezones de las ubres hasta el esternón, con un pestazo a pedos impresionante, el
temor era la bolsa de la hiel que no se
podía reventar y estropear toda la carne. En un momento se deshizo de todas las tripas
y apestosos intestinos y mandó a mi abuela e hijas a lavarlas en el arroyo
Cebolleros. Al olor de los pelos quemando no aparecieron los buitres pero sí
otro buitre con dos patas, su vecino y enemigo natural Evangelino el de la
Venta Camila, que allí mismo quería hacer un trato y comprarle por nada media
guarra muerta como haciéndole un favor. Mira Evangelino –dijo mi abuelo con la
hacha en la mano llena de sangre– o te
vas o te hago como a la guarra, ponte
a ayudarme y te regalaré una paletilla. Y se puso a ayudarle porque había
mucho en juego. Había que actuar rápido: descuartizar, hacer fuego, lavar
tripas, y guardarlo todo en sacos con
sal para embutirlo después en Acebumeya de Abajo. Toda mano de obra era
necesaria. Sin parar en el despiece como un matarife consumado y yo ayudándole. Se desprendió con la hacha las costillas,
luego las faldas, los solomillos, los
lomos y las paletillas, conforme el despiece avanzaba el cuerpo de la guarra
llegaba con la careta al suelo.
Las moscas acudían como abejas a
una colmena, los cadáveres es que las vuelven locas de alegría, Emilia, Carmen
y Ana María, la menor, se encargaban
inútilmente de aventar las moscas. Mi
abuela no echó una lágrima por la muerte de la cerda, y allí mismo descargó a
la mula roma con los enseres de la casa, y cuando trajeron peroles a freír toda
la carne con aceite antes que se pudriera,
la adobó con orégano, ajos y perejil y se frió en una gran sartén toda
la carne que se pudo para salvarla de que se corrompiera. Con aquel matutino calor no se podía dejar
nada a secar ni a merced de la picadura de las moscas que son las que encubaban
sus huevos en las carnes muertas. Cuando
los vecinos llegaron para ayudar en la improvisada matanza, lo lamentaban desde
luego, pero por otra parte se alegraban pues podían comer lo que quisieran como
en un autoservicio, la comida a cambio del trabajo. Yo me di una panzada de
carne asada del carrillar como para
reventar, luego llegó más gente al olor de las tajadas del hígado y riñones, y
alguien llevó vino moscatel y duró la fiesta hasta la madrugada. Fue una gran
fiesta culinaria y la gente se hartó de comer. Por eso toda la gente del lugar recordó que mi
abuelo se vino de la Venta Panaderos a mediados de agosto del año treinta y dos.
Cuando por la noche, muy tarde ya, llegamos a la Acebumeya de Abajo
después de despedazar a la guarra muerta de infarto, la prima Edalmira Fernández había limpiado la
casa, la cual, muchos años más tarde se casó en la Acebuchal con mi cuñado y
amigo José el de Emilio. Lo primero que hizo la abuela Ana Acosta fue meter la
sal y rociar un poco de aceite en la chimenea en forma de cruz para tener
fortuna. La sal no se podía dar, si alguien te la pedía no era buena suerte
darla tú sino decir ahí la tienes y coge la que quieras. Se colocó la
maquinilla de picar carne y me metió en las tripas saladas. Luego se coció
todos, porque no era tiempo frío para orarlo. Chorizos, cuyo olor a pimentón,
pimienta y sal me perseguían en un pecado de gula de: cómeme, cómeme…
Nota
(Escena del capítulo 48 que se ha anulado, para próximas ediciones de "El cazador del arco iris".
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