Not.- Fragmento del apartado número 49, de la obra narrativa "El cazador del arco iris" de Ramón Fernández Palmeral.
...En el fondo mi madre tenía razón sobre la sangre
familiar de los Simontes. Mi futuro
suegro Emilio era hermano menor de mi abuelo materno Miguel. Y Emilio se había
casado con Virtudes Fernández Lara, que era hermana de mi padre, es decir, que
ellos era un matrimonio entre un tío con una sobrina. O sea, que mi futura suegra
era mi tía y a la vez mi prima hermana. Porque en aquella época los casamientos
entre tíos y sobrinas eran frecuentes.
Pero no sé lo que pasa que, en cuanto te
prohíben algo, te gusta más lo que deseas.
No madre, yo la quiero a ella, y voy a formalizar nuestra relación. No cedíamos ni mis padres ni yo. Siguieron
pensando que me dejara de primas hermanas, no creyó que lo nuestra iba en
serio, me hacía ver que los tiempos no eran los de antes, que no había mujeres
para casarse, donde había más mulas que mujeres. Se oponían a nuestro noviazgo,
además mi hermana Dolores también noviaba con su primo hermano Antonio (hermano
de mi mujer), él ya venía a casa. Es
demasiado ¿qué dirá la gente? Terco
como el más cabezota de todos los Simontes,
no le hice caso a mi madre ni a mi padre que eran de la misma opinión. Me
acerqué a la Acebuchal para besar la piedra de la elocuencia, la que besó de
bruces Elías Calvario y se le quitó la tartamudez, yo no creía estas cosas,
pero lo hice para prevenir, por si caso. Luego marché hacia el cortijo de mi
Carmela, por la vereda hice ensayos verbales de declaración de intenciones,
dudaba y me volvía sobre mis pasos, recuperaba los pasos perdidos, me
preguntaba ¿por qué hay que hacerle pasar este mal rato a un hombre enamorado?
Además, allí en el cortijo estarían todas sus hermanas y hermanos pendientes de
mi actuación, temía al guasón de mi futuro suegro, mi tía Virtudes que a lo
mejor pensaba como mi madre, se iban a reír todos de mí. Temía hacer el
ridículo. Qué hacía yo solo delante de todos mis primos y amigos a la vez,
pensé: “a lo mejor no me querían como yerno”.
La angustia y el desánimo querían apoderarse
de mí, pero yo mismo me decía: eres un hombre o qué coño eres, me
alentaba yo mismo para darme valor. Tenía que vender mi timidez. Al fin y al cabo si me tenía que casar no era
con su madre sino con su hija, ignoraba por entonces que el carácter de una
persona consiste en hacer lo que uno cree conveniente sin importarle la opinión
de los demás, pero para que yo llegara a esta premisa debieron pasar otros
veinte años, con un gran esfuerzo de
quien ha de superar lo más difícil de las situaciones que hasta ahora se me
habían presentado y recordando palabras de otros novios pretendientes cuando
tuvieron que hacer lo mismo que iba hacer yo en esos momentos. Me presenté en
el cortijo y tuve una iluminación: la
primera entrada sería decirles que iba a despedirme de ellos porque me
iba a la mili y a la guerra. Subí saltando la cuesta del lagar y los
geranios reventones y superé el último obstáculo de los escalones más empinados
que nunca, y entré al cortijo ciego ya con oscura tarde, pues como a Don Quijote, el cortijo me parecía un
palacete o almunia donde vivía mi amada.
¿Qué tú por aquí?, me preguntaron,
como si no supieran a lo que yo iba,
mientras todos devoraban con fervor las cuentas de Rosario en favor de sus
hijos Antonio y de Francisco, dos hijos que estaban en la guerra. Me senté en
una silla de anea bajita bajo la enramá
y me metí en el murmullo de los rezos siguiendo la Letanía como si yo entendiera
algo de aquella liturgia, disimulaba rezar, como si yo no tuviera otras
preocupaciones, se me fueron los ojos detrás de Carmela, que al verme se rió y
se puso contenta, nadie rezaba en serio, al verme afeitado ya entendían que adivinaba las razones de mi
visita, en aquel campo nada se ocultaba al pensamiento y por ello todo se sabía. Cuando terminó el Rosario corto y de una
forma como si todo estuviese premeditado, nos quedamos solo los dos, como si
las carabinas hubiesen sido alertadas de que debían abandonar por un momento
sus puestos de vigilancia a la gacela y mi Dulcinea Carmela: Me voy a la guerra, ¿quieres que te escriba?
Y esperé una respuesta. Bueno, si tú quieres, respondió sin
pensarlo. “Y esto es todo” pensé para mis adentros.
Y con esas palabras era suficiente,
ella entendía que la pretendía y al aceptar asumía el compromiso que teníamos
desde tres años atrás. Ahora venía la segunda parte, aproveché que mi tío y
futuro suegro Emilio salió a darle una vuelta a los paseros, y le dije a mi tío:
Señor Emilio usted y yo tenemos que hablar. Mi tío no respondió y tardó en decir:
Malo, malo, añadió luego con su sequedad habitual, cuando un sobrino te llama “Señor” es para pedirte algo. Pensé que lo que yo le iba a pedir no era
nada malo, sino todo lo contrario: Quiero
escribirle a Carmela ahora que me voy a la guerra. La cara de mi tío no
recibió un mal impacto, porque no era tonto y el socarrón lo sabía todo de
antemano, pero era una actuación teatral necesaria. Pero si
mi Carmela es una niña y tú un chaval de
diecisiete años, es mejor esperar a madurar, ¿no crees? Me dijo con el
ceño fruncido, y yo le respondí con aplomo: no,
yo tengo dieciocho años. Y me
respondió: ¡Ah, sí!, no es lo mismo
tener diecisiete que dieciocho, bueno,
bien escribiros, pero cuidadito con lo que hacéis. Parecía que la acción de
haber besado la piedra de la elocuencia hizo sus efectos, o eso me pareció a mí,
porque perdí la timidez y mi boca parecía la de un charlatán de mercadillos.
Menuda mentalidad tenía mi futuro suegro, en
aquel octubre de 1938 él tenía sesenta y tres años edad, era más antiguo
todavía que mi padre que ya era un decir, ¿qué podríamos hacer dos enamorados por
carta? Y cuando podamos nos casaremos,
añadí con rotunda coletilla, puesto que aquella promesa era la fórmala perfecta
de declarar mis buenas intenciones.... Obra narrativa: "El cazador del arco iris". Amazon
No hay comentarios:
Publicar un comentario