A mediados de
enero de 1939 me pasaron al Cuartel de la Trinidad en la capital de Málaga, a
una Compañía del Batallón de Oviedo, pendiente de salir para
cualquier frente o batalla, pendiente para verle la cara atroz a la maldita
guerra. Allí estuve un mes concentrado sin permisos y sin una sola salida a la
calle. Los parques de Málaga nos fueron vetados como a furtivos los cotos de
caza. El día 5 de febrero el capellán conocido por “el páter” Don Eulogio celebró una misa de campaña en el
patio, una misa como para prepararnos el alma a una muerte inminente, luego el coronel
del Regimiento no sé cómo se llamaba nos dio una arenga militar como alimento espiritual de valor y
amor a la Patria, se tocó el Himno Nacional y los paisanos, más los falangistas
de camisas azules que allí se levantaron con el brazo derecho extendido y
la palma de la mano abierta, nos
aplaudieron con fervor.
El 9 de febrero de 1939 en una formación a
paso ligero, con todo el equipo y fusiles al hombro y como si fuera un desfile
militar, mi Compañía salió del cuartel de la Trinidad para la
Estación del tren. Como yo era gastador iba de los primeros. Éramos noventa
hombres al mando de un capitán, dos tenientes, un sargento y dos cabos. Desfilamos por la calle Mármoles y Ancha del
Carmen bajo la mirada de la gente en las aceras que nos vitoreaban y algún
familiar lloroso de algún soldado que iban a despedirlo. La Estación de Málaga
estaba en el barrio o arrabal del
Perchel. Aun no de había fundando la Renfe. Allí estaba yo pecho fuera y la
vista al frente en una ciega mirada llena de valor dispuesto a dar por la
Patria hasta la última gota de mi sangre, y en la memoria la nostalgia de mi
gente y de mi novia Carmela.
En la Estación de Málaga había un trajín de coches de caballos y gente muy
activa para buscarse la vida. En una explanada
formaron a mi Compañía, nos contaron y pasaron lista no fuera a ser que
alguno hubiera desertado durante la marcha. En la estación nos dieron una manta
de borra de esas de Grazalema gris
oscura con flecos y una lista blanca en los extremos que olía mal, no se sabía
muy bien de qué estaba hecha, pesaba como un ángel cargado de pecados mortales.
(Locomotora y tren de la época)
El tren se componía de una locomotora de vapor, reliquia de un museo, un vagón de tercera para mandos y cinco vagones borregueros sin asientos para la tropa, de esos que tienen las puertas sobre guías metálicas para carga y donde habían transportado harina por lo blanco del suelo. Una vez dentro de los vagones, nos cerraron con un cerrojo de vueltas externamente, no fuera ser a alguno de los “notables borregos” con fusil se nos ocurriera saltar con el tren en marcha, aunque ganas no nos faltaban pues nos habíamos quedado a oscuras acompañados por una tímida lanza de luz que entraba por un ventanuco o rendija superior para respirar. Había una rendija por donde se veía el exterior En mi vagón íbamos veinte soldados, o sea, dos pelotones.
(Locomotora y tren de la época)
El tren se componía de una locomotora de vapor, reliquia de un museo, un vagón de tercera para mandos y cinco vagones borregueros sin asientos para la tropa, de esos que tienen las puertas sobre guías metálicas para carga y donde habían transportado harina por lo blanco del suelo. Una vez dentro de los vagones, nos cerraron con un cerrojo de vueltas externamente, no fuera ser a alguno de los “notables borregos” con fusil se nos ocurriera saltar con el tren en marcha, aunque ganas no nos faltaban pues nos habíamos quedado a oscuras acompañados por una tímida lanza de luz que entraba por un ventanuco o rendija superior para respirar. Había una rendija por donde se veía el exterior En mi vagón íbamos veinte soldados, o sea, dos pelotones.
El Niño Pedro, como le llamábamos, porque
era imberbe, era el tercero de mi
Escuadra, se agarró a una rendija para respirar y empezó a dar voces de miedo,
porque aseguraba que tenía claustrofobia, se calmó cuando el sargento Esteban,
viendo que no atendía a sus palabras, le dio un tortazo, en aquellos años de
guerra el tortazo era el pan nuestro de cada día. De lo contrario, cómo íbamos
a ir a pegar tiros a una guerra de la que no sabíamos muy bien quienes eran los
malos ni quienes los buenos, entre los malos yo tenía familias que para mí no
eran tan malos, sino víctimas de estar en el sitio equivocado.
Por el
camino de hierro íbamos a traqueteos hacia nuestro desconocido destino o frente de
guerra, los postes telegráficos como
mástiles de barcos naufragados nos acompañaron como una comba de hilos, era un
acompañamiento al principio rápido por el llano hasta llegar a la Estación de
Campanillas, allí se paró el tren unos diez minutos, no sé para qué paró, si
acabábamos de salir de Málaga, un nuevo ferroviario nos daba la salida, después
paramos en todas las estaciones. Yo, que
era la primera vez que salía de mi casa, viajaba en tren sin poder ver bien el
paisaje y me imaginaba los apeaderos como
casitas pequeñas con fachadas de piedra, de planta baja, con ventanas de
cristales pequeños, casi como mi casa en la Acebumeya, sentía que me alejaba en
el tiempo y en el silencio de la soledad más oscura, parecía que me iba hundiendo
en la distancia que crujía bajo mi cuerpo.
Después se movió de nuevo el tren en unos empujones tremendos y como en
línea recta por Cártama pasamos a toda velocidad hasta Álora donde la
locomotora iba perdiendo fuerza, porque empezábamos a subir cerros, paramos en
Las Mellizas, seguro para tomar agua de un depósito anejo, seguimos, a los quince minutos, volvimos a parar en otro apeadero más grande,
El Chorro se llamaba, situado a la entrada de los túneles más largos de España,
hechos a pico y pala.
(Soldado en vagones borreguero)
(Soldado en vagones borreguero)
Allí en el apeadero de El Chorro nos dejaron bajar y comimos el rancho
frío, se comentó que teníamos que esperar el Sevillano, el paraje era
bellísimo, los altos picos parecidos a los de mi sierra de Almijara, Boca de
los Gaitanes, no sabía yo que años después acabaría allí destacado. Pasada una hora, que se hizo muy corta,
subimos otra vez a los vagones y emprendimos de nueva la marcha, entrábamos en
los túneles como si nos metiéramos en el centro de la tierra, en el bizcocho
del mundo, casi asfixiante por el humo de la locomotora y la oscuridad total,
en aquella oscuridad nos permitimos algunas bromas y, sin muchas ganas,
cantamos una canción de esas militares para calmar los nervios y darnos valor,
por otra parte, el niño Pedro, el que tenía claustrofobia, se me agarró
temblando y sudando, sin podérmelo quitar de encima, le cogí del cuello y lo
arropé contra mí no fuera a pasar que, nuevamente, aquel animal de sargento le
fuera a castigar otra vez con su brutal disciplina particular, salimos al fin
de la oscuridad total en la que habíamos permanecido casi media hora a tomar
luz, y ningún soldado permanecía en su sitio.
Parada en Bobadilla, nudo ferroviario para Sevilla, Madrid, Algeciras y
Granada. No sabíamos qué dirección íbamos a tomar, cada cual decía el bulo que
le parecía, la parida más rara,
cualquier cosa era buena para distraer la espera; pero nuestro tren tomó la vía
a Granada, porque saber a dónde íbamos hubiese sido demasiada satisfacción,
asomamos por Loja y Huétor hasta llegar a Pinos Puentes, fin de nuestro viaje.
Cuando bajamos para formar la compaía, un par de guardagujas, casi niños y un
guardafrenos, que seguro era la dotación de Pinos Puentes, no dejaban de poner
sus ojos sobre nosotros.
(Estación de Pinos Puentes en Granada)
Las voces de los soldados al bajar, que por la harina en el uniforme parecíamos de la Marina, más las voces de las órdenes de los sargentos y cabos, la locomotora que no paraba de silbar y de despedir vapor blanco como el alcanfor, parecía el infierno antesala de lo que nos esperaba o, llanamente, la confirmación de que ya estábamos todos muertos entre nubes. Por fin abandonamos a los habitantes de las vías de hierro, apeaderos, túneles, postes telegráficos y pasos a nivel, la modernidad de las comunicaciones para ser de nuevo infantería pura y dura, y usar las plantas de los pies y el juego de los tobillos para enterarnos de que andar kilómetros en columnas de a tres con todo el equipo y fusil, era peor que las incómodas maderas de los vagones borregueros marcadas en nuestras espaldas como las manchas de las cebras.
(Estación de Pinos Puentes en Granada)
Las voces de los soldados al bajar, que por la harina en el uniforme parecíamos de la Marina, más las voces de las órdenes de los sargentos y cabos, la locomotora que no paraba de silbar y de despedir vapor blanco como el alcanfor, parecía el infierno antesala de lo que nos esperaba o, llanamente, la confirmación de que ya estábamos todos muertos entre nubes. Por fin abandonamos a los habitantes de las vías de hierro, apeaderos, túneles, postes telegráficos y pasos a nivel, la modernidad de las comunicaciones para ser de nuevo infantería pura y dura, y usar las plantas de los pies y el juego de los tobillos para enterarnos de que andar kilómetros en columnas de a tres con todo el equipo y fusil, era peor que las incómodas maderas de los vagones borregueros marcadas en nuestras espaldas como las manchas de las cebras.
(Fragmento del apartado 54 de la obra narratica "El cazador del arco iris" de Ramón Fernández Palmeral.
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