Me costó años aprender una regla
militar: que las broncas por un oído entran y por el otro salen. En principio
hay que aceptar la autoridad, una vez aceptada el mando puede ser complaciente
o no contigo, como este “marrano” o judío mallorquín, que lo estaba siendo con
nosotros.
–A la orden de usted mi capitán, se
presenta el guardia de segunda clase José F.F. con destino en el Subsector de Piedrabuena
–me quedé en posición de firme con el sombrero tricornio en la mano izquierda y
los guantes de avellana puesto al revés–. Esperando, a que Oliva y Carrasco
dijeran lo mismo sin equivocarse para no tener que repetir la fórmula de
presentación militar.
Detrás de la mesa de su despacho,
colgaban en las paredes un cuadro de Franco, un crucifijo, un cuadro del capitán
Cortés con la mano en el cinto y otro el duque de Ahumada destocado, fundador
de la Guardia Civil en 1844, ¡Menudo cuarteto! Aquello era como un santuario militar. Sin
mirar a los ojos del capitán pues no se puede mirar a los ojos de un superior, es una falta de disciplina aguantar la mirada,
no vaya a ser que entienda que lo estás desafiando o retando porque cuando lo
perros se miran frente a frente, habrá pelea segura. Cuando nos preguntó de dónde éramos
naturales, dijo con desprecio: "andaluces, como todos”. En ese “todo”
había una resonancia despectiva, parta indicar que el 90 % de los guardias éramos
andaluces o extremeños, oriundos de las zonas más deprimidas de España,
evidentemente. Y sin darnos la mano nos echó
fuera con el dorso de la mano sin
mirarnos a la cara de reclutas que teníamos, aunque yo llevaba en mis espaldas
muchos años de mili. El desprecio altanero era su actitud más destacada respeto
al trato con los inferiores.
–¿Ordena usted alguna cosa más, mi capitán? Con su permiso me puedo retirar –remarqué lo
de capitán…
Y eso fue todo lo que hablamos con
el temido capitán mallorquín que apenas podía pronunciar bien el castellano,
que en aquel momento me pareció Dios en persona con tres estrellas en la
bocamanga, y que había bajado de los Cielos para darnos la entrada en el
Cuerpo. A los otros dos compañeros Carrasco
y Oliva los recibió con la misma frialdad metálica, y la verdad es que perdimos
toda la mañana en la corriente del pasillo esperando a que nos recibiera, nos
saludara y nos previniera contra la insubordinación, mientras en el pasillo
éramos blanco de las preguntas de los ordenanzas y escribientes que pasaban con
ciertas risas y miradas de arrancar las raíces de nuestras ideas profundas cuales
viejos encinares. Tal vez, el capitán Bolaños
lo hacía para no saber quiénes éramos los que íbamos a sufrir las consecuencias
de un duro servicio en aquella tierra manchega de Don Quijote. Era como si aquella mañana se hubiera cruzado en
nuestro camino un gato negro y tuerto. O quizás no tiramos sal a la espalda
antes de salir de casa como hacía mi madre para ahuyentar a los malos espíritus, siempre puede suceder
lo que menos esperas en el lugar más imprevisto.
(La Guardia Civil en La Mancha)
(La Guardia Civil en La Mancha)
Al salir del despacho “capitano”,
el guardia Alonso, el escribiente machaca, se reía como una hiena en celo, y no
tuvimos más remedio que cagarnos en su puta madre, después nos amenazó con
decírselo al capitán, siempre con la misma historia de coacciones. “Al capitán, al capitán que se lo digo al capitán, que el capitán ha
dicho, que diga lo que le salga de los cojones, ¡hombre!”
En la Subsector (años después
llamados Compañías) nos dieron la dotación de un subfusil 9 mm Largo Parabellum llamado popularmente “naranjero” y
dos grandes cartucheras llenas de
munición, todo ello bajo la firma de unos recibos ya que el armamento era
dotación del Subsector, es decir, que si pasabas destinado a otros Subsector
tenías que devolverlo, y recuperar el recibió de adjudicación.
Menos mal que en el Puesto, tuvimos
los buenos consejos del veterano Zacarías, el
Carabinero, que nos puso al día de la psicología militar: las broncas salen con unos vasos de vino. Y
así cómo nos bebimos un Valdepeñas y nos fumamos unos cigarros para relajarnos del
primer encuentro son el “miura mayorquí”. Yo ya había empezado a fumar en el
Batallón del Ministerio del Ejército en Madrid, porque muchas veces nos daban
pastillas de tabaco gratis.
La primera paga mensual que cobré, sumaba en el sobre 140 pesetas (28 duros), nos
habían descontado comidas y los uniformes que nos dieron en la academia. Al mes
siguiente cobré 333 pesetas, un capital si teníamos en cuenta lo que ganaba un
jornalero era unos treinta reales (unas 7.5 pesetas diarias) en las viñas del Mayarín. Comparándome con lo que cobraba en el
Ejército, que nos daban dos reales diarios (15 pesetas al mes) me había
convertido, sin duda alguna, en un millonario; sin embargo, de nada me sirvió
aquella paga porque la vida tomó camino de una inflación terrible al alza, los
políticos de hoy dirían: una aceleración positiva. Mi situación económica había mejorado pero el
servicio era muy penoso y sacrificado: concentraciones de un mes en aldeas de
miseria, bandolerismo al acecho, páramos de centenos y trigales y molinos de
viento recordando que antes que nosotros hubo hombres tercos como un desafío a
nuestras flaquezas. Tenía veinticinco años y éste fue el primer sueldo que
cobré –excepto las miserias del Ejército-, porque cuando trabajaba para mi
padre no nos daba ningún sueldo, todo era para la hucha común del bien general
de la familia. Solamente cuando te casabas te daría una especie de dote llamado:
“Tomayvete”.
Aunque en aquellos años no había tiempo de
leer, ni sabía uno hacerlo bien, a no ser que fuera el Reglamento del Cuerpo o
la Cartilla de Ahumada, la cual me sabía de memoria por obligación, como todos
los compañeros. De vez en cuando, encontraba un momento para mi libro de
cabecera que era El Quijote, en dos
tomos pequeñitos que cabían en la cartera de caminos, de este personaje me reía
brutalmente. Y pensando, o cavila, cavilando…, con ojos tristes me daba cuenta de que mi vida era casi
parecida a la del ingenioso hidalgo, pues había que ser ingenioso para, en una
tierra que no era la mía, de cielos
translúcidos y de calor en verano que se podía coger con las manos, sufrir las
severidades de la disciplina militar y los contratiempos del servicio. Aquel paisaje ingenuo, nihilista, minimalista,
abierto (los espacios abiertos no son de
nadie y a la vez son de todos, lo mismo es
del sol que te reblandece como del aire vivificador que te congela) henchido de aromas y perfumes mostrencos, cagajones
de caballos, el vacío en el llano era tan grande que no se temía la emboscada ni sorpresa de un ataque de maquis, como
en Sierra de Almijara.
La Mancha era una tierra casi plana, árida
donde abundaba rebaños de ovejas merinas y los pastores trashumantes, el cereal
y las vides: “¡Ancha es La Mancha!”, dice el dicho, aunque sea una cacofonía. De
vez en cuando parecían suaves ondulación de unos valles coronados por oteros, cotos de
caza, páramos y, sobre todo, un cielo
con nubes que pasaban correteando, sin dejar sus racimos de lluvia, algunas veces
llegaban nubes pardas que tenían detalles de lluvia imprevista. ¡Qué bochorno! tras
la lluvia que nos besaban los tricornios con sus labios pintados de gris triste
y húmedo, algunas, las pocas, dejaban caer cortinas de lluvia mudables,
viajeras y persistentes.
En Piedrabuena se alzaba el derruido castillo
de Miraflores. A unos kilómetros un puente de tres ojos daba paso a las
tranquilas aguas de un riachuelo de aguas turbias, protegido algunos altos álamos
y olmos.
(Castillo de Miraflores. Piedrabuena (Ciudad Real)
(Castillo de Miraflores. Piedrabuena (Ciudad Real)
En invierno llegaban miles de aves sobrevolando
los humedales llenos de turberas del Río Bullaque, afluente del Guadiana y aguas abajo cerca de Luciana. Los cazadores del hambre se
disponían a acecharlas, mientras nubes de tordos enrarecían las tardes en
cenizas de volcán de plumas, graznidos, formaciones y vida salvaje.
Obra narrativa: "El cazador del arco iris"
Premios Goya de cine español
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La risa es el lenguaje del alma. Pablo Herida
140 películas. Seleccionadas 4.
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