31/ Preguntó mi hijo Ramoberto: ¿Cómo era aquella historia que contaban del
Chacho José con la hija de los Larios de Málaga?, y mi mujer, que parecía
desear narrarla, le contó la parte que
ella sabía, mientras yo decidí salir a orinar, porque aquella historia de
finales del siglo XIX la había oído yo muchas veces a mi padre. Resultó que
José Fernández (El Chaco José), uno de los cuatro huérfanos de Manuel y María
Jesús, era el abuelo de mi mujer, flirteó con una hija de los marqueses de
Larios, finales del siglo XIX, o mejor sería decir que ella flirteó con él. No
os preocupéis, hijos, y no tratéis de descifrar el jeroglífico familiar, para
encontrar a este familiar me valgo yo de un esquema genealógico, es imposible
enterarse sin un plano. El Chacho José
era un hombre muy guapo, moreno como un árabe y el más alto de la Acebumeya y
Cómpeta medía casi dos metros, un gigante bien proporcionado, una excepción de
hombre, teniendo en cuenta la media de enanos que había en España por aquella
época. Todo un ejemplar de los Simontes
del que todos estábamos muy orgullosos.
Algunos achacan la altura de esta familia a la abundancia de leche y
quesos de cabra, almendras, pasas e higos y eso sí, muy buen agua.
El Chaco José
fue seleccionado en Cómpeta para representar los productos de las comarcas en
una feria provincial en Málaga, hablamos de finales del XIX. El Chaco José
causó más impresión que los productos de la tierra. Tal fue así que la hija de uno de los
marqueses de Larios, que lo vio tan guapo y alto, quedó en que le escribía cartas. Pero el galán no estaba muy ilustrado, ni adiestrado en eso
del amor para engatusar a la malagueña millonaria. Hoy en día seríamos todos
marqueses o algo parecido. Con lo fácil
que le hubiese sido tirarle los tejos en los jardines colgantes de Puerta
Oscura a la luz de la Luna mora, con ese biznaguero irresistible que te pone el
perfume directo en el corazón, y le regalas una biznaga para la oreja, y luego una gitana de las que venden romero
te echa la buena ventura favorable, si le das una buena propina. Pero su alma de campesino, y su complejo de
poca instrucción podían más que él, y eso que Doña Margarita Larios, vino una
vez a verlo a la Acebumeya con unos amigos
con la excusa de cazar monteses junto el marqués Don Juan Alierta de las
Almenas de Jayena. Ella también era alta, por eso quizás le atraía.
La señorita Margarita Larios se presentó en la Acebumeya acompañada
por un grupo de amigos, montada en su caballo a horcajadas como los hombres estilo
recomendado en aquellos lugares
quebrados de montería. Sin embargo, la
prestancia de aquella señorita blanca, intacta a las garras del sol de mayo, vestía
con pantalón de pana ocre y botas protegidas, y la melena con un sombrerito de
paja sobre un pañuelo entre el amarillo de Nápoles y el amarillo de cromo:
filtraba sobre su cara una difusa sombra cual cuadro impresionista de un
Sorolla o un Monet. Los niños al verla
llegar a la venta-taberna de María Jesús,
la Simona, le pusieron el mote de la mujer de amarilla. En Acebumeya preguntó por José para que le
organizara una montería, y el muy tonto, que nunca se lo perdonaremos, desertó
de ser guía de una recua de arrieros que tenían que llevar a los señores hasta
el Cortijo Imán por varios días de acampada y cazaría de cabras monteses o
hispánicas. Con lo fácil que hubiese
sido llevarla a la misma Luna del Almedrón donde las verdades de este mundo no
tienen importancia con la maravilla del paisaje, y allí, con el perfume
silvestre de los pinos y los jarales, y contra las pulidas rocas del fósil
glaciar, sí que no se escapaba. La
señorita Doña Margarita Larios, aunque era alta, no era un primor de mujer, ni
una rosa de los vientos ni tampoco un parche en una rosa, pero tenía mucho
dinero, fortuna comparada a la de los
Heredia (metalurgia y textil). Y
es que los Larios eran propietarios de casi todos los trapiches de la costa
malagueña y granadina desde Torre del Mar a Salobreña, menos de los trapiches de
Frigiliana que no se los vendieron, donde el cultivo tropical de cañas de
azúcar hacia la mejor melaza del mundo, el azúcar de remolacha no se puede
comparar con la de la caña de azúcar.
Los Larios hicieron fortuna también con el alcohol de caña y su famoso
Gyn o Ginebra Larios.
Ella, se había
hecho invitar por el padre del marqués de Jayena, que nunca había llegado tan abajo, porque sus
tierras se extendían entre Jayena y Agrón en Granada en el mismo límite de
provincias donde se abre una vega de tierras planas como un naipe. También les acompañaba Doña Eugenia, la mujer
de Don Sebastián, notario de Nerja, un cocinero y una corte de peones con cinco
o seis mulas y el equipaje de la señorita en dos baúles de madera de cerezo con
adornos de marfil, dos rifles enfundados de culatas de nogal, tiendas de campaña
y toda clase de mejoras para una vida cómoda en la abrupta e inhóspita sierra
para gente gorda (ricos).
Buscaban, cómo
no, a nuestro tío abuelo José, el hombre más apuesto jamás conocido, un
auténtico Rodolfo Valentino que sería el guía y los podría llevar
hasta Rajas Negras donde a las monteses se les ve incluso mover las
orejas a cincuenta metros de distancia. Pero aquel Rodolfo de toda la Axarquía,
era tímido, campesino y pastor, tuvo miedo de la dama y se fue huyendo hasta el
Cerro del Cisne, un cerro inexpugnable, invencible, agreste, recio y rocoso,
adonde acudía algunas veces para despejarse del acoso de las mujeres de la
región.
La señorita
Margarita Larios se vio muy contrariada al no verlo como guía, tanto que la
cacería de monteses se suspendió. Eran
cacerías que dejaban mucho dinero a los venteros, arrieros y peones u ojeadores, se pasaban una
semana y pagaban cinco duros por día a cada hombre, más comida y derecho a
carne de montés. Ellos, los señoritos, tan
sólo querían los trofeos: cabezas con cuernos.
Se marchó la señorita por la
curva de la loma de Cruz Gitano muy contrariada y no regresó jamás, y el muy
tonto de José se quedó en Acebumeya limpiando corrales, vendiendo estiércol y
aguantando las risas de las mozas que se burlaban de él por su timidez, hay que
ser educado y respetuoso pero hasta cierto límite. La timidez es curable si uno
se planta ante las dificultades que nos atemorizan. Luego se casó con una hija del tío Gaspar,
tuvieron cinco hijos, entre ellos a Emilio el padre de mi esposa. José falleció
a los 86 años. Era un gran artesano del esparto.
El esparto largo
crecía en grandes tochas, era una planta de la que se sacaba mucho provecho. Mi
abuelo paterno Miguel me decía que si no aprendía a hacer pleita sería un
inútil el día de mañana. Menos mal que no me hizo falta quizás por eso acabé en
la Guardia Civil. Las de tres ramales era fácil, pero la de seis más compleja
pero la de nueve, casi imposible, hay que tener manos grandes y mucho oficio.
De esparto se hacían esteras, serones, aguaderas, esparteñas y espuertas, había de dos clases, la pequeña
que se llamaba terrera y la más grande que se llamaba estercolera. También se
hacían cestitos y canastillas con el esparto entero sin majar, que se llamaban
de peine, por su forma, pues parecía la
parte externa de los peines. Mi padre
podría hacer un par esparteñas de esparto o “gubia” como también se le
llama, en una hora –alpargatas de
esparto- o esparteñas, que algunos decían “espardeñas”, andando y sin sentarse.
Era el calzado del campo, sin embargo las abarcas eran de goma con suela de
camión, que vinieron después. En inviernos nos las poníamos con calcetines de
lana confeccionados a mano por mi madre, que había un par de calcetines a
ganchillo en un par de días. En los pueblos de la Axarquía todavía existen
artesanos que hacen objetos de esparto para venderlos como artesanía local a
los turistas como souvenir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario